Impresiones
Qué embaucador es el sol de invierno, qué mentiroso. Parece que va a calentar tu piel con sus rayos y te anima a sacar un brazo del abrigo. Y después ¡zas! desparece y te lo deja como una pata de pollo con el vello de punta en ángulo de noventa grados.
Qué mentiroso y qué insolente, aparentando ser rey del cielo, cuando en realidad cualquier minúscula nube viene y lo tapa y se acabó su reinado sin que haya ejército que pueda defenderlo. El sol de invierno se dibuja sobre el agua como si fuera a calentarla, tan engreído y presumido, y el agua ríe con su cosquilleo trivial.
Qué cándido y qué agradable, con su ternura envolviendo mi cara fría. Anda, Sol, ven y haz brillar por un rato mi cabello, que yo sabré atrapar tu engaño entre mis dedos.
Con el tiempo se radicaliza el nivel de exigencia para con el agua, y ya no sirve cualquiera; no vale cualquier río, ni todos los lagos, ni un estanque en un parque, aún rodeado de castaños. Un día todo parece agua estancada, incluido el mar, como el más grande de los estanques.
Aún así el mar conserva la hegemonía de la reverencia absoluta. Curiosamente, le acompañan las fuentes, de río o de grifo, conformando un oligopolio de hipnosis, de vista y oído, difícil de derrotar.
El agua del mar mira al cielo con nostalgia, esperando su turno para evaporarse y viajar a las nubes, liberarse de la sal pesada que le pica y le chincha, jugar con las plumas de las alas de un águila en vuelo y mirar desde lo alto con la perspectiva que da la inmensidad.
Mi corazón está en el mar, cubierto de sal como el agua, calado hasta las venas, tan herido y tan poderoso con la fuerza que dan las inquietudes.
Dejé dos canciones y un olvido pendientes de un hilo de seda, tan delicado en apariencia, tan duro de cortar.
Del dicho al hecho hay un estornudo. Cuando se abren corazón y mente se levanta una corriente que resfría la garganta. Amor de manta y delantal para cuidar las manchas que deja la sal mojada.
Dejé un pedazo de carne sobre el asfalto y hoy se cuentan por decenas los poros sin cerrar, las heridas sin curar, la sed después del llanto que no calma un aluvión de rosas.
Miro al mar y en los ojos gotas de algodón piden regresar al horizonte, y tocar el Sol, y ascender a las nubes, y caer en lluvia y volver a penetrar por la piel rompiendo la barrera del silencio con un grito atragantado.
No hay calor en invierno, ni pasión en los días nublados. El cielo se viste de negro cuando se le atraviesa un planeta al Sol.
Madrid en otoño huele a castañas, a uvas pasas y a lluvia. A batata asada, a aire frío, a madera de árboles caducos, a calefacción. A todo menos a mar, como carencia doliente de una ciudad de aire seco.
Madrid en invierno es más gris y más blanca, más luminosa. Repleta de farolas y de luces cálidas asomando por las ventanas de los edificios altos.
Entre las frutas de invierno, en ocasiones, se cuela una sandía, para dar un toque fresco a los meses de días cortos y noches oscuras.
Recuerdo el olor a otoño penetrando por la nariz y por la piel, frío y húmedo, pesado, con el pecho lanzado a pedir un abrigo o un abrazo para caminar sin miedo y sin zapatos.
Recuerdo un sabor dulce en la boca, sabor a azúcar y a ron, y a miel y limón en la garganta emocionada, un sabor enmascarado de vida embotellada con tapón de rosca.
Recuerdo una melodía de ritmo acentuado, de 'bossanova' a son cubano y de son cubano a tango; con una nota disonante que pone de relieve que la música es delicada y se rompe, como el cristal, cuando no se le pone cuidado. Que la música una vez rota sonará con cicatriz.
Recuerdo una caricia sobre la frente, un leve cosquilleo sobre la mejilla y el cuello y los hombros, una caricia delicada y caliente, de unos dedos finos con las garras del temor escondidas.
Recuerdo un beso envenenado y un adiós tímido y huidizo, parco en palabras y en presentimientos, con el último tacto suave de una mejilla de piel de acero sobre los labios.
Recuerdo que no puedo ver mis recuerdos, que no todos los recuerdos se reviven desde la mirada, y que los sentidos no son cinco, sino más, algún sentido escondido que no recuerda ver, ni oír, ni tocar, ni saborear, tan solo recuerda palpitar.
Desgrano mis recuerdos sobre lágrimas en la almohada en un mes de octubre, de otoño otra vez frío y pesado, que cambiaría con gusto por un febrero bisiesto, para saltar a noviembre sin pasar por el día treinta. Me acompaña la tristeza de desear no haber conocido nunca, y la sorpresa de meter en el saco de los sentimientos este, hasta ahora, desconocido y desagradable arrepentimiento.
Recordaré recuerdos, aromas, sonidos, caricias, tactos, latidos, canciones, susurros, sentidos... recordaré hasta que la memoria se llene y el recuerdo se funda con el olvido.
Cuando uno mismo decide adentrarse en un camino, no puede hacer responsable a otros de sus consecuencias.
Mi madre se fue en el epílogo de una tormenta silenciosa de corazón y alma, gris, opaca, turbia y dura de llevar sobre los hombros; con el cielo negro y cien rayos electrocutando las sienes.
La tarde truena, preámbulo de lluvia fina en las mejillas. Las nubes escupen furiosas empapando piel y tierra, pero acaba el día en calma y parece alejarse la tormenta hacia el norte sin haber causado estragos. Solo una parte primitiva y acallada del cerebro interpreta el tiempo de recogimiento. Amanecería, sin duda, un día como tantos otros, con pájaros en los árboles y nudos en los cabellos rizados.
Mi madre se fue en una noche en vela, para adelantar su velatorio. Con el aire enrarecido. Con el ánimo cansado. Arrancó a la oscuridad un soplo de corriente helada, una gota de calor sofocante en cuello y pecho, un gramo de intranquilidad y una pizca de enojo insolente aplastado después por la desolación. Todo envuelto y revuelto mientras corre un 'tic-tac' imparable. Como siempre, el tiempo es dueño de sí mismo.
A las tres y media de la madrugada, la tormenta es terrorífica sobre mi casa vacía. Llama a una puerta sin cerrojos, pues no hacen falta llaves en los pueblos pequeños que aún son casi tranquilos. O quizás fue un despiste. Tal vez la prisa al salir. Sin resistencia, es tan fácil arrancar la vida como parar un corazón al que le falta medio compás para palpitar con ritmo. Detrás de las nubes, las Perseidas corren traviesas en su noche de más actividad en el verano de 2011. La noche tapa y descubre a los viajes en el cielo y a la muerte.
Mi madre se fue sencilla y sin protestar, como siempre. Contraponiendo quejidos y lamentos, trataba de no ser una molestia, que nunca lo era, no sé bien si por educación o por desidia. Se fue en silencio, con los truenos apagando el timbre de su voz. Sin avisar.
Lo más trágico, mamá, es no poder contarte, como siempre hacía, que fíjate cómo se nota quién asoma el cepillo; y que te irrites, y charlar y desahogarnos. Lo más cómico, no poder contártelo de tu propio duelo.
Mi madre se fue con la Luna a medio hacer, esperando a la noche de su entierro para regocijarse, redonda y plena, de las estrellas vestidas de luto sobre una lápida que no ha de abrirse, pues no cabe nadie más. Mi madre está junto a mi padre, con veintinueve duelos marcados en la frente.
Duerme, mamá, ya no tienes que soñar, y yo me siento feliz por tu semblante sereno.
El dolor es propio, egoísta, destemplado, vehemente y solo, irremediablemente solo.
El dolor es impenetrable, duro, salado, desnudo y roto.
Iré soltando, cuenta por cuenta, como en un rosario de rosas negras, las palabras de una súplica indolente y fría, descargada de corazón y cargada de
esperanza.
Todo en la noche es pardo, salvo el brillo de las estrellas, que lucen sus mejores galas en la oscuridad. Vestidas de fiesta con trajes colorados salpicados de purpurina, adornadas con collares de cobre, oro y brillantes, posan para la fotografía con el telón de terciopelo negro de fondo.
Guiña un momento los ojos,
Luna,
para que pueda ver mejor brillar a las estrellas.
Todo en la vida es de colores, salvo el luto de la ceguera de corazón, que ata la mirada con una venda de seda negra, suave e inocente al tacto, dura y espinosa para el espíritu.
Abre un momento los ojos,
niña,
para que puedas ver con su luz deslumbrar a la Luna.
Quiero caminar contigo,
no de la mano,
ni del pie,
tan solo de cerca,
por un camino paralelo,
ni tangente ni perpendicular,
ni retorcido ni lleno de eses contrapuestas ni nada parecido.
No te coloques delante, ni detrás;
no me pongas la zancadilla;
no tires tu chaqueta para evitar
que manche de barro mis zapatos nuevos.
No te cruces,
no me sigas,
no me persigas ni dejes que yo lo haga,
aunque prometa que no es más que un juego
porque de repente me he sentido
niña.
Camina por una línea que discurra
al lado de la mía.
A una distancia desde la que
pueda lanzar una pisada
a tu camino
para enderezarlo
si noto que tiende a divergente;
que puedas tú hacer lo mismo
si me despisto siguiendo un jilguero
y pierdo el norte.
Camina sin pisar mis pasos,
dejemos sobre el suelo
cuatro pisadas.
Acompáñame
y dibujemos formas
con nuestros pies.
Juguemos a ser animales extraños
de extremidades desiguales.
Aquí un caballo con garras,
allí un ratón con ancas de sapo.
Ven a mi camino de visita,
por supuesto no sin avisar,
y quédate
un rato
para que te enseñe mis ojos dorados
y tu risa llene mis pulmones
de un aire ligeramente más feliz;
luego vuelve al tuyo,
para que podamos seguir caminando
sin trastabillarnos.
Mírame
de vez en cuando;
que nuestras miradas se mantengan a la misma altura,
ni más arriba,
ni más abajo.
Sonríeme
de vez en cuando;
que nuestras bocas hablen el mismo idioma
y no caigamos en la tentación
de subir por una empinada
torre de Babel.
Acaríciame
de vez en cuando;
que mi piel se erice y busque tu abrigo,
aunque sea verano
y aparentemente haga calor,
aunque sea invierno
y una manta se ofrezca a calmar el frío.
Caminemos sin prisa, sin pausa, sin correr, sin frenar, sin cambiar la marcha, sin empujar, sin tiritar, sin gritar, sin bostezar, sin cerrar los ojos, sin tapar las orejas, sin disimular, sin exagerar, sin echar a volar las alas que no tenemos...
Y ahora que me detengo a recuperar el aliento,
acércate
para que pueda decirte
despacito
al oído:
-Te doy las gracias por recordarme, porque lo había olvidado,
entre tanto trote y carrera en velocípedo,
que yo solo quería
caminar,
caminar contigo
por la vida.
No hay igual a la brisa de El Retiro en las noches que van de mayo a septiembre, cuando en la calle hace calor y en el alma sorprenden los brillos de las estrellas de ojos abiertos al parpadear.
El aroma de la hierba, de las flores y de alguna gota escapada del lago y de las fuentes; el color profundo de los árboles y los setos y el poco cielo que los traspasa; la verja imponente, sus soldados y sus lanzas. Sorprenden y embotan todos ellos, mientras la mirada palpita para bombear sangre nueva al corazón.
Se acerca el verano, tiempo de descanso y de amores revueltos y descarados.
No voy a escribir palabras
para tu guitarra.
No voy a dejar mi voz
sobre tus cuerdas.
No voy a robar
melodías al viento
para que las toquen
tus dedos,
dedos astillados,
cubiertos de sal.
No romperé el cántaro
de los encantos
para derramar su azúcar
sobre tus manos.
No deshojaré en versos
los sentimientos
que acariciarás
con tus dedos rotos,
dedos astillados,
cubiertos de sal.
Cuando la noche vele
tu descanso, sueña.
Las estrellas narran
bellas historias
que se difuminan
con la lluvia,
que oscurecen
con la Luna llena
y terminan
al salir el Sol.
Y cuando despiertes,
cada mañana, recuerda
acercar tus ojos
a la ventana
para que se llenen
de luz.
No voy a escribir palabras
para tu guitarra.
No voy a dejar mi piel
sobre tus cuerdas.
No para que la toquen
tus dedos,
dedos astillados,
cubiertos de sal.
No para que la rocen
tus labios,
labios derrotados.
No voy a llorar.
Hay una leyenda escrita que se borra cuando alguien la lee. La vista trota nerviosa para saltar palabras más rápido de lo que desaparecen las frases. Solo así se alcanza a entender su mensaje entrecortado.
Si consigues engañar al viento,
podrás volar a contracorriente.
Si puedes dar la espalda al Sol,
lograrás borrar tu sombra.
Si burlas a la Luna,
lucirás colores en la noche parda.
Y si llegas a seducir al mar, la más difícil de las hazañas, tus pies no se hunden en las olas y el horizonte espera paciente tu llegada para dejarte caminar en la línea del atardecer, donde el Sol quema y el viento refresca los rostros abrasados.
Aunque esté hasta el borde llena, la vida se vacía para volverse papel en blanco cada vez que se recita en voz alta.
La propia vida se queda guardada en las nubes,
que van y vienen, ahora vacías, ahora cargadas de lluvia.
Quisiera contarte las estrellas, pero se me escapan de las manos,
centelleantes,
cuando trato de seguirlas con la mirada.
Como canicas blancas y azules,
rojas y amarillas,
giran al son de la Luna.
La Luna me mira,
pícara,
cómplice de noche
y oscuridad.
Las tres, sonrientes,
bañan las estrellas con fondo opaco y tez de barniz.
Mientras tanto, el Sol hierve
apaciguado desde su cara débil de poniente.
Oculto e impotente,
no puede negar su brillo al redondel
que le reemplaza en sus horas de destierro.
La Luna ilumina la oscuridad en una danza
que alterna escondite entre las nubes
y pasarela por el cielo.
La oscuridad hace negra la noche.
La noche envuelve las estrellas.
Las tres juegan a hacerse dueñas del firmamento.
Llueve.
Se marcha la Luna.
La lluvia borra las estrellas.
La noche guarda silencio y el tiempo descuenta sus horas
desgranando segundos, lentamente,
en la oscuridad.
El Sol vuelve a salir cada mañana,
mientras la vida prepara su pluma para escribirse
en las nubes.
Tánger - Marrakech
Hay un tercer carril que aparece como de la nada en las carreteras de doble dirección, para abrir paso a los coches cuando adelantan. Es la única forma de explicar que no haya restos de autos estrellados por todas las cunetas. A ambos lados del camino se ven motos, niños, hombres en burro, hombres solos, carros con hombres, burros solos, bicicletas, gente, más gente, cruzando sin cruces, los dedos cruzados para no atropellar a nadie, en los pueblos, las ciudades y las carreteras perdidas de la costa noroeste de Marruecos, en una noche de afortunada luna llena que ilumina a las personas vestidas de negro.
El camino de Marrakech acaba en una ciudad roja de grandes avenidas y callejuelas estrechas. Huele a flores en primavera; se venden especias; se compran bolsos, chilabas y pendientes; se pegan tropezones. En el mercado de la plaza hay un sendero invisible que se abre para dejar pasar a una moto cuando va camino del hospital. Es la única forma de explicar que sea posible esquivar la maraña de turistas, puestos de ropa, carritos y gatos sin más tropezones. Y de un descuido resulta que la gente es tan amable que a veces sorprende la vida impermeable de los desconocidos.
Marrakech - Essaouira
Hay un lugar que deshace desencantos a base de saturar sentidos con los colores de los restos de mar azul en marea baja, del atardecer dorado, de la arena plata en el contraluz, de la Luna asomada a la ventana para ver anochecer y dar la bienvenida a las estrellas al otro lado de la puerta de la habitación. Sobre la terraza de poniente, en el último piso de un hotelito con sabor a té sin menta, el semblante ajado se recompone sin más remedio que reconocer la inmensidad del cielo.
Bordeando la ciudad de Essaouira, con una esquina en el puerto de los pescados y mariscos al peso, ensalada y bebida por cuatrocientos dirhams, y otra esquina en la frontera de los campos de argán, se dibuja una playa que se desdibuja donde se pierde la mirada. Hasta donde alcanza la vista, se mezclan caballos, camellos y cometas de surf. Donde desaparece, hay algún local de música chill out y mojitos amargos, punto de partida de las visitas que van de la media noche al amanecer, cuando espera la Luna paciente para irse a descansar. La Luna duerme. Los que no duermen de noche velan de día su sueño con los ojos cerrados y la mente despierta.
Desde el puerto hacia el norte, el mar se rompe en mil pedazos de espuma en la línea desigual de la muralla vieja. Tras ella se alza una medina de arcos de piedra labrada y puertas de madera pintada, azul y ocre dominantes. La completan personas vestidas con chilaba y velos de colores. Las tiendas se agolpan y se difuminan para no ser distinguidas unas de otras; calzados, aceites, pañuelos y cubiertos de madera. Los tenderos salen al paso para ofrecer té royal y masajes, y después se camuflan entre su mercancía para no ser nunca más encontrados.
Essaouira está flanqueada por playas desiertas de gente y pobladas de olas. En Sidi Kaouki las vendas se caen de los ojos con el viento que se lleva cosas volando y trae nubes y mar. La playa se convierte en espacio abierto y vacío, para llenar de emociones la mirada y los pies mojados. Solo respirar es suficiente para llenar el estómago, que burbujea de sensaciones y que acaba de saciar un tajin.
Como las vacaciones, el buen tiempo dura poco; la lluvia moja la arena; el viento vuela el sol; la medina se convierte en un lugar resguardado para pasear y descubrir palacios convertidos en hotel, desde los que la vista de las olas rompe también en mil pedazos los ojos, para después reconstruirlos en ojos nuevos, más limpios y de mirar más claro. Los mismos ojos se despiden, entornados por la sonrisa, de Essaouira: crisol de gentes, de surfistas y de algún bereber.
Essaouira - Rabat
La costa de Safi desmerece todas las demás costas, todas las playas de mar abierto, todas las dunas y las laderas que se visten de verde en el mes de abril.
Cielo, mar, monte y reverencia al paisaje acompañan el camino de vuelta. Cuando parece que no hay más estímulos para la vista colmada de impresiones, un arcoiris despide la tarde exhibiendo un insultante esplendor de colores, desplegado de punta a punta del horizonte.
Como contraste, Rabat se viste de tonos de gris: del gris de la noche, del asfalto mojado, del carácter de la gente, del tráfico y de la lluvia del amanecer. Algunas ciudades quedan para después, otras se descubren de forma inesperada.
Rabat - Tánger
Los buenos comerciantes saben vender su mercancía; los buenos hosteleros vender sus vistas al mar, sus bellos patios decorados y hasta sus tiendas empolvadas y rancias con solo coger unas manos y leer largas vidas. Tánger se presenta como un gran puerto de mar y una mezcla de culturas: junto a las casas pintadas de azul y ocre, hay ventanas enrejadas sobre paredes blancas de trazo amarillo, pasado portugués y español ennegrecido, mercado viejo de cosas viejas y naranjas en las tiendas del mismo color.
Hay una línea invisible que va de la kashba al zoco. Es la única forma de explicar que alguien esté esperando paciente al otro lado, cuando parece imposible seguir un rastro en las callejuelas empinadas sin haber dejado caer migas de pan. Quizá los niños conocen bien a los turistas, quizá todos los turistas hacen la misma ruta.
Y la comida, para terminar un viaje de olor a especias y de gusto de mar, se disfruta como siempre, con la clara convicción de que no habrá más pinchos morunos hasta regresar a Marruecos.
Epílogo
De Tánger a Essaouira, y vuelta otra vez, con música y paisaje como acompañantes, con la compañía de amigos alegres que comparten risa y silencio a partes iguales, conduciendo por autopistas de cabras y carreteras de 4x4 camino del desierto, Marruecos queda señalado con la marca del lugar de los caminos escondidos, los que no están porque no se esperan, los que salen de la nada para ofrecer nuevas pisadas cuando parece que no hay más salida que chocar de frente.
Nada no es negro, ni es blanco.
No tiene color.
Nada no palpita, no respira,
no sueña.
Nada no está,
no se va.
Nada no es sí,
ni es no.
No es
nada.
Atardece amarillo y plomo sobre Madrid. El cielo podría transformarse en mar de no ser por ese poco azul claro que no tapan las nubes.
Juego a los colores y las semejanzas: amarillo como el intermitente de los semáforos de la ciudad; azul como las sombras de las aceras, aceras de las de siempre, de las que se debieron gastar todos los adoquines y por eso ahora las construyen con otros en los que se enganchan los tacones.
Taconeo hasta casa. En el cielo, la estela de un avión deja su marca sobre el azul claro; en el corazón, la estela de un sentimiento escribe la suya en el pergamino gastado del alma.
No hay estela, ni avión ni sentimiento que no difumine el paso del tiempo y borre la eternidad.
Resbalan por mis dedos siete pétalos de margarita que trato de colocar en un corazón dorado como el Sol y fresco como la mañana, para formar una flor que resulta artificial e incómoda; algo no encaja en su lugar.
Temblorosas las manos, manchadas las uñas de escarbar profundo para darle forma a un nuevo hogar, dejo mi flor en la tierra y reconozco, cabizbaja, que las margaritas deshojadas mueren lentamente, y que los pétalos arrancados nunca vuelven a su posición original.
Imagino el transcurrir del tiempo hacia atrás para devolver la vida que otorgó la naturaleza, y después sonrío agriamente ante la imaginación que recrea un mundo de reglas escritas sobre papel mojado.
Las emociones que se crean en las miradas del cielo desde el avión viajan por el cuerpo a su antojo, recorriendo brazos y nuca, sienes y piel, hasta que encuentran un poro despistado que las deja escapar, libres y juguetonas, para invadir raudas otro ser, antes de que se resfríen y enfermen.
El cielo se apaga de noche. Arriba, estrellas invisibles. Abajo, tierra camuflada. En medio una cama de nubes, dispuesta, como recién hecha con sábanas limpias, a dar descanso a las emociones cansadas después de haber ocupadao demasiados cuerpos. Y éstas, ignorantes de la caída libre, son seducidas por el colchón suave y mullido, y se dejan arrastrar hasta el suelo, mientras ruegan que el impacto lo frene un corazón aflijido que las devuelva de nuevo al cielo en el próximo viaje en avión.
Inútil súplica, pues así acaba la vida de las emociones que vienen del cielo: de cada cien sobrevive una; cuál, lo decide el azar.
Prometo no hacer fotos al cielo a través de la ventanilla del avión, por respeto, como no se toman fotos a los cuadros delicados en los museos, como no se hacen en los escenarios de ballet. Respeto el copyright del horizonte, la danza de las nubes, el resplandor del sol, y rindo mis ojos a su destello, y guardo, como puedo, un ápice de recuerdo que reclamar a la memoria.
En la popa viento. En el viento sal. En los ojos cielo. En el cielo mar.
Sobre la cara gotas de mar salpicando las mejillas. La mejillas blancas, blancas las velas. Sobre las velas siluetas de gaviotas meciendo las olas. Dominando las olas, de timón, un piano de teclas sordas, de madera desgastada por las vueltas del timonel.
Al timón Caronte, abandonado el lastre de su vieja barca para navegar veloz. A la proa, de mascarón, Hydra cautiva, peligro extirpado al agua para asegurar el camino. En el mástil Hermes, conversador de gaviotas, de día y de noche, con sol y luna, lluvia y sol.
No se prenden las velas de un velero impasible cuando el fuego se aviva, son candelabro estéril del mar.