Impresiones
Hay un lugar donde puedes tocar el cielo con tus manos, reflejo en el agua, al atardecer; jugar con las nubes a tu antojo, mover algodones con los dedos e hilar tesoros de azúcar y miel cerca del horizonte.
Las nubes en el agua tienen el tacto del papel humedecido y el cielo entero se antoja una espiral que traga nubes para llevarlas al fondo si desplazas los dedos en círculo. Como si estuviera recién pintado, el cielo desprende olor a óleos azules, púrpuras, blancos al subir a la superficie de nuevo, y parece exceder los límites del agua para entrar por la nariz y embotar aún más los sentidos.
Las manos mojadas empapan las mejillas al recoger las lágrimas que deja la noche cuando se lleva las nubes y la Luna cubre con un manto plateado los sueños para que no se los robe el viento en la oscuridad, y puedan volver frescos con el despertar de los piares del alba, cielo sonrosado y fuego en reflejo del amanecer.
Todos los cielos se ponen al alcance de la mano cuando bajan a jugar con el agua a los espejos.
Las facciones de las caras de las personas se desdibujan con gran facilidad en la memoria, robando el velo que cubre el paisaje en un atardecer de bruma -montañas opacas de malva apagado-, para decorar con tela prisionera los perfiles rotos por el paso del tiempo.
Podía recordar cada poro de tu piel y repetir los surcos de tu rostro a ciegas, erizar el vello sin tacto y derramar caricias sin levantar la mano.
Podía recorrer cada paso de cada camino de una montaña de piedra herida en zigzag y sentir el vértigo del descenso sin agarrar tu brazo.
Podía olerte y soñarte y oír tu voz en el silencio; apartar lluvia, mar y viento para alcanzarte una sonrisa de primavera, con aroma de hierba fresca, bajada de una nube azul del cielo.
Me pregunto por qué el recuerdo ha de ser una película rayada por las agujas de un reloj de pulso, y dónde quedan las partículas que caen, segundo a segundo, hasta que nada se reconoce, salvo el amargo sabor del olvido al final de la lengua.
Las historias que se escriben de fin a principio comienzan con un beso y acaban con la maleta repleta de expectativas, buenas y malas. Todas por cumplir y alguna que ha de volver de regalo sin saber que se traería envuelta en un paño para no estropearla. Decenas de pinceladas de vida pintadas sobre la piel, sobre los ojos, sobre el corazón tibio que lo hacen padecer en un suave y cruel escalofrío.
A veces la piel tarda en estremecerse, a veces justo seis días. Entonces se vuelve frágil de repente y en el estremecimiento se rompe y vuelve rota.
Personas
En algunos viajes las personas lo dan todo, y el paisaje que impacta la mirada, las atenciones que alegran el ánimo, las comodidades, hasta la Luna, con su nueva cara velada por nubes traslúcidas, quedan en un segundo plano, como aderezo para el plato principal. No es el color de la piel, es el calor de la sangre lo que desprende un aroma desconocido a los sentidos.
Hay niños que te llevan corriendo de la mano a escapar del ruido y cantan suave y acarician la mejilla para robar besos. Los momentos más largos no son los más intensos, y los cortos suelen ir acompañados de la tardanza y de la noche y se hacen más cortos y se escurren entre los dedos en las mañanas de despedidas. Escríbeme.
Hay ojos verdes que se clavan en cada mirada y no atraviesan el infinito porque se atrapan dentro, quién sería tan tonto como para dejar escapar el mar turquesa en una danza de olas al son de música de guitarra enamorada de sus cuerdas. Las caricias en la frente se quedan marcadas. Quédate siempre así.
Hay manos que buscan atrapar abrazos y brazos que buscan atrapar bailes y son arrancados por otros brazos más rápidos, o más avispados, o más duros. Bailes y más bailes: de mar, de olas débiles, de arena, de cemento, de zapatos de tacón y de sonrisas de boca y ojos al ver bailar al compás de una coreografía de escenario a los que aguantan en movimiento el cuerpo día y noche sin dejar de reír. Dame razones...
Y hay una pizca de ruego y otra pizca de miedo en cada mirada, y ambas quiebran el corazón que se tapa los oídos para desoír aquello de 'país de mentiras'.
Lugares
República Dominicana ha de ser un lugar verde, a juzgar por los trozos de paisaje que se alcanzan a ver desde los cuatro barrotes del autocar aeropuerto-hotel-aeropuerto, que es con mucho la libertad de un todo incluido.
Más allá de la frontera que separa los jardines -milimétricamente trazados- del bosque tropical -que crece a su antojo-, hay un mundo mucho más real al que algunos turistas se fugan por un rato. Siempre los atrapa otro autobús para hacerlos regresar antes de que caiga el sol.
Allí, en falsa libertad, se mira un mar Caribe casi blanco que para el tiempo y el corazón por un instante, y se baila y se bebe ron mientras se ve llorar al cielo en llanto desconsolado. Állá se fotografían, de lejos, las paredes de rótulos llamativos y cables de teléfono y las calles surcadas por camionetas como inclinadas sobre el asfalto desigual. Y acá, antes de doblar la última esquina, se esconde alguna discoteca dominicana. Quién ha de saber el tiempo vivido antes que el propio tiempo, y cuál será el recuerdo que pedirá ser atrapado con las manos apretadas para que se escape más despacio.
Punta Cana es de arena y ron, sus dueños los mosquitos y las palmeras. Su brisa cálida y pegadiza se viene de regreso y dura unos días como película sobre la piel suavizada de mar.
Dejé la arena de la playa intacta. Ni un grano en los zapatos. Quizás, sólo quizás, olvido premeditado de una parte desobediente de la cabeza para obligar al resto del cuerpo a regresar.
Menciones
En los bolsillos vienen: las atenciones imprevistas e impecables en los aeropuertos; los cincuenta dominicanos ferreteros y un cruce de interesados; el zoo con un trozo de Almería y un león marino barbudo; la persecución a unas gafas separadas de su dueño; las sexagenarias miradas enamoradas de un matrimonio portugués; la familia norteamericana-dominicana con mamá incluida; el anticipo de la gente se va de allí llorando y siempre vuelve; los bailes pegaditos de última hora; los mosquitos; el calor; y las lágrimas que no duelen tanto cuando son compartidas, porque antes de estrellarse en el suelo son enjugadas por la amistad. Cosas que a nadie importan más que a quién las vive, y que aquí quedan, para deleite y recuerdo propio.
Algunas noches son más claras que el día, y aún así son pardas. Son las noches de Luna llena y estrellas vacías.
Durante un rato vi asomar otra sonrisa a tu perfil. Era una sonrisa delicada y efímera, que hoy reemplazan unos párpados casi cerrados, como persianas a media luz, defensores para los ojos de la claridad del mediodía. Tus párpados tienen la misma forma de media luna que tus labios pícaros y tiernos entornados, y yo sonrío al ver tu mirada, aunque no alcance a ver tu boca.
Cuando empiezan a amontonarse arruguitas acompañando a tus pestañas en la risa, se forman surcos finos por los que corre tímidamente agua de mar, después se seca, y las comisuras de tus ojos se asemejan a la tierra árida del suelo dejado a su suerte por las nubes. La tierra te llama para que dés de beber a su tez sedienta de sentimientos. La suya es una piel recorrida por surcos más profundos y dorados, sobre los que crece alguna flor despistada.
La tarde cae por la ventana, como suicidándose; lenta; ya sabiendo que su muerte está pactada. Ambos cerramos nuestras cortinas para oír, ciegos de luz, el latido de nuestros corazones. Nuestra sangre palpita al unísono en duelo por el atardecer estrellado sin remedio en la línea del horizonte.
Lluvia de estrellas en el cielo y en los ojos. Brillan las mejillas.
Tacto de terciopelo de hojas verdes y un banco renovado de barniz. Aroma de árboles frescos que se abren al cielo vacío de emociones. Flores. Luz. Brisa casi imperceptible al tacto. Frío. Arrullo. Escribo con un lápiz blanco en el final del cuaderno, para comenzar a reescribir los pasos.
Ahí está mi 19. ¡Si corro lo alcanzo!
Hoy siento miedo y no cobijo, como quien penetra en una casa llena de fantasmas, árboles sombríos a media luz en la tarde apagada.
Los coches atraen más que los pájaros, y la calle, a mi derecha, ejerce una fuerza casi palpable que tira del hilo invisible atado a la cintura. No se oyen piares, solo sirenas, y a duras penas se dibuja un camino de tam tam que para, como calle cortada, a la tercera palmada de tambor.
Empeño el andar absorbida por diminutos setos curvados en el paseo de los reyes. Se apagan los motores y se encienden los pasos, y se abre la calma de una exalación profunda y no contenida. Respiro, al fin, y la droga del aroma embota la alerta y acompasa el corazón con los timbales.
Lago. Demasiada gente hace el lugar extraño y no extrañado, demasiados muertos en el agua, demasiadas barcas, demasiado canto y demasiada bicicleta que interrumpe mi camino.
Solo los pasillos en claroscuro, verde negro, destello blanco, solo los árboles curvados dan descanso a la mirada rota y reavivan la comisura de los labios, sueño de ojos abiertos y emoción que precipita el aire a los pulmones.
Ay, Retiro, aún te recuerdo en los bancos solitarios, pero con mi soledad te dejo, con tu palpitar me marcho.
Despacio, como velo suave, como seda mecida por la brisa de El Retiro, llega la noche más corta del año, preludio de San Juan, en un mes de junio que pasa del cuarenta de mayo con el sayo puesto. Vestida de tímida y sonrosada, como si no quisiera llegar nunca para no acabar tan pronto, se envuelve y desenvuelve en papel de regalo satinado y claro, luz de atardecer.
En lo alto Luna, a media luz, de media cara, la sonrisa asomando pícara y los ojos derramados en dulzura y generosa concesión. Hoy no brilla tanto, tráslucido el cielo en lugar de opaco.
Abajo frío, escalofrío, baño de letras sin melodía y sonoro aplauso que el eco reverbera y repite estrepitoso: 'plac, plac, plac pla', como taconeo que acompaña el latido de la oscuridad mientras llega el día, corto, un segundo más corto, cada atardecer más corto, hasta que el compás lo reemplace el 'tic, tac, tic ta' de un reloj estropeado.
Gana la noche, se muere el día, y en las calles sombrías de Madrid se encienden luces de farola, espigas de acero coronadas de algodón de azúcar y cristal brillante.
Hay un cuadro en una sala de espera ante el que siempre me pregunto si las cosas vienen o van, tan diferente es. Se adivina un pasillo en cuatro trazos oblicuos que dirigen la perspectiva a un fondo en el infinito, no mucho más cerca.
Decenas de líneas diminutas, algunas más grandes, otras casi invisibles a la atenuada mirada miope, se vienen encima, o se van; en ambas posibilidades, con la fuerza de una explosión, la fiereza de la energía que absorbe un agujero negro.
Acaso es la calma de un instante agarrado a la vida y aprisionado en un cuadro, sin ir ni volver, en quietud eterna.
Y la mirada se abre sin venda para ver que la respuesta es tan clara como el fondo blanco del lienzo sin maquillar: ni vienen ni van, están quietas, y los cuadros no son vida, sino cárceles de tela.
La perspectiva se queda coja sin la pata del tiempo.
Me atrevo tímidamente a bordearte, Retiro ensoñado y frío en la noche de marzo, y no hay verja negra ni apliques dorados y puntiagudos que puedan detener el ímpetu refrenado del fresco correr del aire aromado por la hierba que, aún contenido por la contaminación de la calle Alcalá, se acerca a saludar mis mejillas.
Entreveo, a duras penas, los mismos árboles, con las mismas hojas que he visto brotar y caer y brotar de nuevo, cada año una pizca más altos. En la negrura que cubre las copas no alcanzo a distinguir el final, pero sé que están ahí balanceándose las ramas por el mismo aire que empuja mis labios para levantar una sonrisa que no expresa alegría, sino la tranquilidad de ver una cara amable.
Borbotean en el estómago las hojas que el aire lleva; huele a primavera. Sacude la piel el agua que la humedad desprende; sabe a invierno. E invitan los pies, y la mirada, y el recuerdo, y la emoción, anhelo, invitan todos juntos, Retiro, a visitarte y a pedir consuelo de bosque oscuro y abrazo protector en el cobijo frío y suave de tus bancos templados huyendo de la piedra helada.
Lloro por ti al ver, a los pies de tus árboles, hermanos asesinados para ser convertidos en asientos de madera pulida.