Impresiones
Luna es de algodón. De algodón y mar, un pedacito que va del agua cristalina al océano profundo en sus ojos. Del negro opaco como el fondo de una sima, al aguamarina más clara de una piedra semipreciosa puesta al trasluz. Lo demás es de algodón sujeto con hilos de seda y el toque de un soplo de nube robado al cielo.
Luna tiene un motorcito en la tripa que, al más ligero toque, enciende y mueve las patitas, como si al mullir quisiera ahuecar más algodón. Y Luna da vueltas, ahora boca abajo, ahora de un lado las patas de atrás y del otro las de delante, ya retorcida como un tornillo, ya enterrando la cabeza en el cuello mientras vibra sin parar.
El motor de luna es de larga duración, y sus baterías se cargan con solo diez minutos de descanso tendida panza arriba.
A veces deseas que el tiempo vuele y los minutos salten de diez en diez, y el tiempo te hace caso y corre, y al tiempo parece eterna la espera. En los pasillos de un hospital la vida es distinta, acaso porque la vida pasa y no se detiene, y si tiene que irse se va y no te espera. Pasillos llenos de vida y de vidas. Y, en el goteo de tic tac, el propio tiempo te hace compañía, y te consuela mientras mueren las horas.
Los pactos con el tiempo son fugaces pero amables. Y hoy, tan amigos, estamos juntos sin pelear. De la experiencia se va aprendiendo a convivir.
La calle tan llena, tan vacía, tranquila en el ruido de mil coches que circulan de Gran Vía a Alcalá. Y el silencio y la quietud de espíritu se enraizan con el cordel atado a la comisura de los labios, que tira de sonrisa y paz.
La esperanza no se pierde, se va dejando caer, a cada paso un pellizco de la arena echada a la espalda y, cuando quieres mirar atrás, descubres que el saco teñido de grana ha desgranado las historias, y que la arena esparcida en mil pedazos no tiene fuerza ni merece valor.
Que ya no es carga, sino descarga. Del viajero pesado fardo que merece la pena soltar. La esperanza, que también ata, desata más lamento que alegría.
Con la esperanza disfrazada de ilusión, tan difícil es descubrir el engaño, tan penoso dar la vuelta a su vestir para ver que la desesperanza libera, que el alivio estéril de un suspiro, de suspiro no pasa y en un suspiro acaba. Pero el fardo hoy pesa menos y va perdiendo su color.
De nuevo pongo artículos a las palabras. A poco los puntos sobre las íes, de la arena al polvo de talco y del juego a la razón: ¡que te pierdes!
Solo viajo en tren por recordar una frase que nunca dije, acaso dejé entre líneas, escritas, como si al revivir fuera más fácil recuperar el espacio desocupado, que, ni medio lleno ni medio vacío, logró levantar la ola de una palabra.
Hoy, con más tiempo, veo que no entiendo de tren, que tiene itinerarios que van de aquí a allá, que no sé a donde llevan ni qué sentido toman. Ni conozco dónde parar para justo situarme frente a una puerta, ni cómo evitar quedar con cara boba al ver como me ignora un tren corto y se detiene lejos de mi alcance. Y me río al pensar que al vagón le dan igual los viajeros. Y me irrito al comprobar que debo desandar el andén porque erré en la dirección, y resulta que en el camino pierdo un tren, y no pasan muchos ni sabes cuándo viene el último.
Los lugares a los que no eres llamado no deben ser frecuentados. La próxima vez volveré al metro. Las expediciones para los valientes, que ya pagué con demasiadas magulladuras.
Entre líneas se dibujan las letras como los trazos con los pinceles de código abierto.
Las impresiones son dúctiles y engordan. Afortunadamente. De no ser así, podría haberme ido de Gran Canaria con la impresión de una playa teñida de rubia, que destiñe sus raíces negras a cada batir de las olas en la arena; con el decaer de neones a medio fundir y el olor de pescado con patatas fritas tipo McCain y restaurantes al borde de un largísimo paseo marítimo que une playas desunidas en ambiente.
Al tiempo se nota que la impresión empieza a moldearse, como vidrio soplado por la brisa de un mar de plata, montaña de fondo y de costado, hoteles en las Canteras, una playa que de ciudad solo tiene los edificios alrededor. Y de pronto existen las nubes grises y tupidas y algún rayo de sol cae sobre el agua con más brillo.
Impresión derretida para tomar nueva forma.
La alegría pende de un péndulo que viene y gira, y voltea, y golpea, moratón en la cara, batea con bate de hierro, en defensa, de ofensa, de herida que sangra y luego cierra.
La alegría se come caliente, que al humo se evapora y al plato se enfría, y al aire se corta como leche agria que del vaso rezuma y ensucia.
La alegría florece, y las flores no duran. Marchita de prisa la primavera, a fuego, sin cera, de antes el hueco que la madera.
No me pidas la sonrisa cuando la mañana es ciega.
Hoy miro a otro lado. Y no sé cuál es, si derecho o revés. Busco un pespunte por donde partir, romper el nudo, deshacer la trama. No hay hilo ni corte, ni puntadas por las que deslizar los dedos. No hay cosquilleo ni la calma de la almohada con la costura bien rematada. Quietud. La tela teñida de rojo. No encuentro motivos para derramar lágrimas que limpien tinta y piel. De vez en vez empezar, y siempre queda clavado un cuento, algo ganado, escribir el final con letra al fuego.
Los deseos se cumplen, pero hay que poner cuidado en la redacción, no vayan a volverse en contra.
No se que hacemos una paloma y yo frente a la caseta del Bosque del Recuerdo, en el parque de El Retiro, cerrada a cal y canto -antes hubo música folk. Ella picoteando pipas, yo picoteando teclas.
De la puerta de Alcalá llega la música, como si los altavoces estuvieran colgados de los árboles, de la fiesta del orgullo gay. Y parece que nos hemos salido del mundo, en esta paz extraña, en la tranquilidad del anochecer, en silencio, con las sombras creciendo tras los setos y algún lejano pasear. Y al tiempo se hace claro el ruido al fondo, tan alto que se podría llamar a la policía porque los vecinos molestan, si no fuera porque toda la policía esta en la fiesta -vigilando, se entiende.
Vienen más palomas. Arrullan. Pasa por delante una pareja. Balbucean en un idioma extraño. Y al murmullo se añade la incomodidad de descubrir que del mundo hoy solo salí yo.
Trato de imaginar un Madrid de antes de ayer. Con casas irregulares, aquí patio, aquí casa, aquí casa y jardín.
Y es que hay una tienda de flores pegada a una iglesia, y pienso si un día fue un puesto dispuesto a la salida de misa, nada extraño a ningún ojo, que ha ocupado su espacio hasta la acera, que marca la línea recta de todas las calles, y hoy tiene verja rodeando un patio repleto de macetas. Me pregunto si fue así o solo estoy imaginando.
Y es que hay una taberna pegada a una casa, numero 18 en la puerta y fachada granate para puerta, taberna y pared. Del que un día vivió allí y puso un negocio, o del que lo empezó a trabajar y se quedo a vivir. Da igual, si hoy los funde un pincel con el mismo matiz.
Hoy no se construyen patios en mitad de una calle, ni las tabernas se apoderan de las casas.
Y entre pensar y pensar, caminar entre los que caminan solos. De cada mil, uno. Otra vez bajo por Huertas. Siempre andando del revés.
Receta de San Juan:
Se recogen en un montón los papelitos que resultan de partir en pedazos una hoja, en tantas partes como deseos se quieren pedir.
Se escribe en cada uno de ellos un deseo, prestando atención a la redacción, pues los deseos que no se expresan muy claros pueden volverse en contra. Se doblan varias veces y se reservan.
Para la medianoche se tiene preparado el fuego, que puede ser de muy diversas maneras: papeles, palitos, palos, cualquier cosa que arda, sea preciada o no, y dependiendo de los ingredientes que se tengan más a mano. En caso de apuro, puede recurrirse al fogón de la cocina, siempre que sea de gas y con llama viva.
Al dar las 12, tiempo aproximado según el reloj con que se mire, se lanzan los papelitos a la hoguera. La forma de hacerlo es de la mayor importancia. Si el fuego es pequeño, hay que colocar los papeles casi sobre la llama, con el pulso firme, para que ardan bien por ambos lados. Si el fuego es grande, hay que lanzarlos con tino para vencer el aire que mueve la combustión. El juego de muñeca y codo marcan la diferencia entre un papel bien quemado y un deseo que se lleva el viento.
Mientras arden los deseos, se salta 3 veces sobre la hoguera. He aquí un motivo para usar el fogón de la cocina solo en caso extremo, pues, al estar en alto, obliga a retorcerse en el salto de forma que iguale una pasada 'por encima' y no 'al lado' de las llamas, en cuyo caso la receta carece de valor.
Para preconizar el resultado, se sigue esta regla: si un papelito cae fuera sin arder, el deseo no se cumplirá; si queda a medio quemar, puede haber esperanza, pero surgirán dificultades; si se quema por completo, el éxito esta asegurado. A decir verdad, l os deseos lanzados al fuego no se cumplen, pero ya se sabe que las meigas, haberlas, no las hay.
Los días más tranquilos son aquellos en los que no esperas nada.
De lo que traspasa el paladar para clavarse en la memoria.
Hierro llama a hierro. Cristal llama a cristal. Espejos y reflejos para el Palacio.
Él elige qué puede traspasar sus puertas, aunque la puerta ahora sea impuesta y discordante, como un pegote circular que va escupiendo gente; aunque quién pasa lo decida una mujer de uniforme azul.
Los objetos son suyos mientras estén ahí. Presa de la luz que pasa a través de sus ventanas, de su gran y única ventana retorcida en forma de edificio, se funden obras temporales y obra permanente, tomando aquellas de ésta y ésta de aquellas un poquito de su esencia, sin llegar a perder identidad. Esta vez, el Palacio ha hecho una buena elección.
A su vez, las obras atrapan las figuras que las miran. Y poseen sus reflejos caminando sobre tejados y paredes, en Per Barcaly; su respiración al traspasar entrañas en busca de falsa protección, en Cristina Iglesias; sus miradas absorbidas al interior del círculo, en Mario Merz; sus cuerpos rígidos y quietos ante líneas sin torsión, en Susana Solano, que tampoco retuerce mis sentidos.
Afuera, parar para escribir una impresión efímera antes de que desaparezca. Hoy veo el Palacio de Cristal desde una nueva perspectiva, en un nuevo banco. En varias ocasiones he buscado el ángulo apropiado y ahora lo encuentro por azar. Azar, como todo, en el lugar del criterio.
Nace de la desazón del nonato y consigue exhalar un único hálito intemporal, que pende del aire, de donde se sujeta el aire, y crece y desaparece convertido en calor desbordado.
Bajo por Huertas en sentido contrario. No puedo leer las frases que adornan el suelo, están del revés. ¿Alguien las lee? Desde un banco es más fácil, pero la calle Huertas no es un sitio para sentarse, aroma impregnado de los que pasaron por aquí el fin de semana y calmaron la sed.
'Traten otros del gobierno del mundo y sus monarquías', dice Góngora a nadie, más adorno que reflexión, y aun así yo agradezco que esté a mi lado.
Por un momento, soledad.
Frío en marzo, casi abril, comienzo de días largos en el cambio de hora, otras veces el primer día más esperado del año, después San Juan.
Si tengo el aire, ¿qué me falta para respirar? Cambio un suspiro por una bocanada, y devuélveme la vida que se fue en el último lamento.
De nuevo el silencio. No te busco, estás. No hay sonido ni letras. Sin latido, no sé qué hago aquí.
Suelo tener un problema cuando leo en Internet: no me creo nada.
En mi época pre-digital, tenia la vista puesta en papel cosido o engomado; ahora también imprimo textos digitales, pero a lo sumo los grapo. En aquella época, digo, mi fuente de conocimiento eran los libros.
Yo creía en los libros a pies juntillas. En los libros recomendados, claro. Que siempre he sido prevenida contra el psicoanálisis. Sabía, o creía, que las palabras escritas recogían grandes verdades, hechos objetivos, historia de la que escriben vencedores o vencidos. Nada falso o sesgado podía pasar a la vista de un editor y seguir camino de la imprenta. Nadie serio podía escribir sin la absoluta certeza de estar en lo cierto, sin meditar, elaborar y contrastar. En fin, sin competencia en la materia. Yo creía, sí, no sólo como un acto de fe puesto en el autor, sino porque inherente al libro estaba la realidad, que no hay más que una, como las madres.
Con la era del byte descargado, llegaron las sartas de tonterías ensartadas en páginas de las que ya no pasas chupando un dedo.
He llegado a leer que una de las 'cuatro pes' del marketing es 'posicionamiento'. Puede parecer una tontería escandalizarse por semejante estupidez. Aun así, es falta de criterio, carencia de lógica. Las 'cuatro pes' son las variables controlables del marketing. El posicionamiento involucra decisiones de marketing, pero no está bajo el control de la empresa, como el precio, que lo decide un señor con corbata.
Soberana nimiedad, dirá cualquiera con dos dedos de frente. Pero al tercer se ve el trasfondo: desde que la capacidad de publicar contenidos ha pasado de tener contactos a tener dominios 'punto com', cualquiera puede erigirse en fuente de conocimiento, que, mal gestionado, puede convertirse en desinformación, con o sin intereses creados.
Y ahora, casi siempre, leo con miedo. Siempre con ojo critico, y eso que soy muy confiada.
El problema se extiende. Leo un periódico. No me creo nada. Leo una revista, de divulgación, se entiende, que yo veo 'la dos'. No me creo casi nada. Veo la tele, un debate, se entiende. No me creo ni una palabra. Estamos bien.
El semblante iluminado de cosas y cosas, miles, cientos. No todas a la vez. Una a cada momento, que más es demasiado y dosis alta no cura sino embota.
Del gris al color en un día nublado tan solo en el cielo, y aún amenazando tormenta interior, apacible y con tanto brillo... Flores de primavera y la última vez no era invierno. ¿Dónde me había metido?
Recuperar el Retiro y, con él, todo lo demás.
De pronto necesito mi cámara, que lleva tiempo acusando inquisidora desde su rincón sombrío con barrotes subjetivos, dejando caer todo su peso sobre mis ojos, sin ver que tapa mi vista y así es más difícil la ya dificultosa tarea de sacar fotos sin luz. ¡Que alguien me la traiga!
De repente los dedos vibran hipnotizados como en un baile de serpientes, y aquí esta el instrumento que mueve los hilos. Ya no sé si quiero escribir sólo cosas que se puedan leer, si dejar que la punta de los dedos marque el resto en pincel de código oculto hasta a mis ojos, o lanzarme a contracorriente, aun con la vista larga y el paso corto, como decía mi abuelo.
Ahora sé que no puedo vivir sin ti, sin estas cosas, y me marcho con la sonrisa tatuada, consciente de que solo tengo que volver y la parte dormida despierta. Porque, como ya reconocí en algún momento, las sensaciones no mueren, solo duermen.
Como siempre, algo obliga a volver. Vaya un descanso de Retiro. No importa que sea un suspiro, si sabes que habrá más. Recuerda, el secreto esta en la dosis.
Requiem por la publicidad. La de vida mitad honrosa, mitad de lujuria y perversión. Querida y respetada, admirada, odiada y criticada, como todas las grandes señoras de buena posición.
Y como de los grandes toreros, un sequito de seguidores viviendo a la sombra y al sol, buenos banquetes sobre la mesa por cortesía de la amiga rica.
Todo tiene su momento, y a la señora publicidad se le arrugo la piel dorada. Se deslucieron los ojos de brillantes. Tronó su pedestal. Y de la grieta al aviso de ruina, se nos cae el edificio lleno de remiendos.
Ahí están cuatro caballeros de capa y sombrero. Sujetan con fuerza a la dama en su silla, sin saber que llevan al hombro cuatro costales preparados para un funeral.
A ver quien abandona antes el barco. Primero el capitán, si por diablo o por tener el puesto más alto, sabe más que los demás.
El alma que sangra se desangra por dentro, sin asomar; las lágrimas no brotan. Sangrar por lo que no pasa es un sin sentido. Saber lo que nadie ve. Escuchar lo que nadie dice. A pesar de Machado, se puede desandar el camino que se pisó una vez.
Es presión. Impresión. Expresión reprimida. No sabría decir. El aire pesa y se hace espeso. Irrespirable. El alma, ahí esta otra vez. Se expande, o se encoge. Se retuerce y te retuerce en su espasmo. Se esfuma, vacío, y vuelve, expulsión devastadora que parece alimentar el aire para hacerlo más pesado. Toma el control. El cuerpo cede, conocedor de su estado. Antes de luchar hay que medir las fuerzas... el cuerpo pierde y cae. Sólo se sujeta para seguir caminando, sin voluntad.
El mundo cambia. El sol de ocaso es horizonte incendiado, y la noche de estrellas se hace cielo de plomo, negro, gastado como carbón despues de las llamas que lo hicieron arder. Un paseo de árboles se convierte en la soledad de bancos vacíos, y la media luz de sombras y contraluces marca el frío en rincones de hojas secas.
El alma sabe más allá del saber. Cuando se rebela y se cubre de espinas que la protegen mientras te dañan, está llamando a la atención. Su fin es la vida. El alma cuida aún sin mostrar compasión.