Impresiones
Tenerife es verde y negra, toda vestida de lava y olivina. De cerca, la olivina se convierte en matiz vivo camuflado de aloe vera, plataneras, palmeras y bosques de helechos y laureles, erguidos soberanos sobre el manto de matas. La lava sigue siendo lava: playas negras, rocas negras, montañas negras horadadas de terrazas abandonadas donde crecen sin restricciones las zarzas.
En la guerra por la conquista de Tenerife, la lava se batió en tres batallas:
La primera en la muralla que rodea El Teide, a los pies de su fortaleza. Lucha encarnizada de pinos y piedras partidas en pedazos con la alianza del viento.
La segunda en el manto negro que quiere imitar sin éxito la carretera. Lucha perdida por el empeño del hombre en forjar caminos de asfalto.
La tercera en la playa, batalla de mar y lava, eterna, continua, incansable, que agota a la tierra y a las olas en un infinito cruce de espadas y armaduras oxidadas, y que sigue hoy, y seguirá siempre, mientras exista un hálito de isla sobre las aguas.
Me iré caminando por el mar, sobre las olas.
Llevaré chubasquero para la lluvia y botas altas para salvar las gotas que chisporrotean con la tormenta, y las gotas que el viento devuelve. A ratos subiré a mi patinete de ruedas de hierro y manillar de plata, y pedalearé para cruzar rauda las rocas, sin dejar sombra ni estela a mi paso.
El sol al oeste será mi norte, siempre al frente, rodeado de las mariposas que me adelantaron; blancas, rojas, amarilas, rosas, revoloteando alrededor del aro de luz, lejano, grande, caliente -imagino- y dorado.
Mi corazón quedará a un lado, lleno de agujeros como balas incrustadas en una diana de tiro, por los que se quiere entrever el cielo en los espacios que abren las nubes en un descanso del algodón tejido.
Dejaré mi dos barcas atracadas en la playa, siluetas negras y planas, como cuervos sin árbol, como veleros sin vela, como timón sin capitán.
Al caer la noche, regresaré con la capucha baja, la cabeza baja, el gesto bajo, el patinete debajo del brazo. Y verás la lluvia en mis mejillas, y el mar, salado, y el círculo de sol grabado en mis pupilas doloridas de mirarlo sin descanso.
Las olas borran todos los nombres escritos en la arena.
La tierra de Holanda es verde y plana.
Del aire movido por los molinos de viento, por el viento movidos, se mecen los pastos. Vacas sobre la hierba, árboles sobre las vacas, dibujando ramas en la piel blanca y negra.
Holanda es negra y empedrada.
La noche en los canales hace fríos y sombríos los puentes, sombríos de luz y de agua, negra y opaca. Faroles sobre el agua, tejados sobre los faroles, espigados, largos, al camino en reverencia las paredes vencidas.
Holanda es sonora y relajada.
El tintineo de timbres de bicicleta recorre las calles de piedra y musgo verdecido, como la tierra, verde y plana, como Holanda, plana.
He visto una nueva vista del Palacio, que no es palacio, ni edificio ni enrejado, sino jaula, una gran jaula, maravillosa jaula de cristal.
Invita a entrar con su fachada abierta, luminosa, amplia, limpia; mínimamente decorado, radiante de luz y de reflejo. Y parece todo libertad adentro para correr sin fin y calidez agradable para impregnar serenidad.
En el caminar se descubre que no hay velo, ni cortina, ni contraventana ni vestido que permita un rincón de vida privada. Afuera alguien debe rodear su estructura como se rodea la jaula de los monos en el zoo, y aquí dentro la protección se torna gris, un gris claro que acerca las paredes sin descender la luz.
Desde sus grandes ventanales parece el mundo abierto, enorme, atento para recibir con una caricia de árboles los espíritus lanzados en vuelo, pero son los cristales espejo del cuerpo recluido, las rejas celadores rígidos que avisan a la carne del dolor de su contacto apretado y firme en el intento de huida.
Del Palacio no se puede ir, mas por una puerta guardada por guardianes vestidos de azul. ¡Qué miedo si un día no me dejaran salir!
Al rato abandono un Retiro cubierto de bancos solitarios, de los ocupados por una persona sola, como el mío, banco vacío y con tan poco atractivo que nadie viene a visitarlo. Pero tan libre...
En la tiznada noche, cuando tiene su dominio impuesto el silencio, se rebelan árboles y farolas y cuchichean. Las unas con chasquido de bombillas, los otros con batir de ramas. Las farolas de tronco pelado se sienten desnudas, el metal frío, los brazos cortados. Los árboles grises miran con miedo, nada ilumina su manto, la sombra acecha, los ojos cerrados.
Y si se pone buen oído se siente su cantar: que lo que no tengo quiero y lo que quiero no lo tengo, que lo que me dieron quiero y de lo que no me dieron duelo.
Tan enfrascados en la justa de repiqueteos, tan abobados con los ahogados llantos, que ninguno ve que, ni con ramas ni con lámparas, podría echar a andar.
Te miro con ojos de compasión, Palacio. La de quien vio a un amigo esplendoroso, engalanado, príncipe del cuento en el que un reino de árboles guarda escondida la colina donde moras, tranquilo y divertido, frente a un lago de fuente blanca y brillo azul.
Te han dejado desnudo, pobre Palacio. ¿Dónde quedó el manto de terciopelo con el que tu séquito clamaba coronarte? ¿Dónde los diamantes de tu blasón? ¿Dónde el resplandor de la plata dispuesta a tus pies, salpicada aquí y allá, con que gustoso el convite ibas a celebrar en el comienzo de tu reinado?
Se han marchado los imponentes caballeros negros de guante blanco que armaban tu guardia, y hoy los reemplaza un ejército de armaduras desgastadas, tan dejado el cuidado que, oxidadas, grajean como pájaros en las ramas de un árbol sin hojas.
He, amigo Palacio, que los amigos no esconden, pero consuelan, he visto como tus cortesanos, los mas burgueses, gustan de pasear por los senderos que te rodean. Ya nadie está postrado, se olvidó la reverencia, pero te miran con respeto, Palacio sin trono.
Me parece ver que reflejas el cielo, y que las nubes acarician tu piel a su paso puliendo el brillo en tus cristales. Los gorriones se han quedado, y los patos, y la fuente de tu lago aún quiere subir al cielo.
Diviértete en paz, Palacio. Llegará otro día, cuando el sol sea grande, cuando el aire cálido susurre dulces encantos en los oídos de los enamorados, un día, atardecer de ensueño, en el que miles de admiradores vendrán a cubrirte con un manto infinito, aún más hermoso, de lazos dorados. Serás rey, Palacio, el más grande rey, y yo volveré a tu lado para sonreír mis labios.
La nieve se cubrio del día, lloro el Palacio.
Se vistió de blanco, de novia de invierno: velo tupido y corsé cubierto de sayo.
Ojos grises, rasgados, mejillas sonrosadas, pupilas grandes moteadas de cielo, como mirando al mar desde un acantilado, azul y espuma de roca de lado a lado.
Llovió en copos sobre su vestido blanco.
Al aire, empedrado de brillantes, centellearon los cristales afilados.
Novia radiante, luz del día de nubes rosadas y cielo gris frente al lago, con séquito de árboles negros de guantes largos.