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Impresiones

El jardín de mi casa está bien pensado -lo pensó mi madre-. Algunas personas que vienen por aquí dicen que es un jardín "salvaje" porque no tiene césped. Yo creo que la naturaleza nunca diseñaría un jardín.

Sí miro desde la piscina, hacia la casa, en línea de derecha a izquierda, veo, y paso a inventariar:

Una yuca y un arco de hierro, detrás de ella, con rosales enroscados en una carrera hacia el cielo. Los rosales no saben que su escalada se acaba a mitad de camino, donde el arco gira y vuelve a bajar.

Otra yuca que hace pareja con la anterior, y que está a su lado, y entre ellas ya forman una figura armoniosa que culmina con la planta de aloevera y las seis piedras colocadas en un círculo salvaje, es decir, con el orden justo para no ser acusadas de haber sido dispuestas así a propósito.

A continuación hay otra planta de aloevera, que ha crecido mucho más que la anterior, quizás porque está ella sola, tal vez porque llegó antes al jardín y es veterana.

Le sigue una tercera yuca, curiosamente más pequeña que la anterior, que es también más pequeña que la primera, y así van las tres en orden decreciente. La tercera yuca tiene dos pilares de piedra delante de ella, y de éstos sí que no puede decirse que sean salvajes, porque está uno tumbado y otro de pie, y esta composición sólo podría pensarla una mente humana.

A la izquierda de los pilares, justo a la misma distancia que la aloevera más grande, hay un árbol espigado, el más alto del conjunto. Me resulta imposible clasificar este árbol; con franqueza, no sé qué es porque no da frutos -por sus frutos los conoceréis-, pero es bonito, y queda bien, y aporta la pincelada más verde, también porque las yucas están un poco secas.

Más allá está el pruno, mi adorado pruno, el árbol de mis ojos, el más bonito de todos -bajo mi punto de vista, al menos desde este lado del jardín-. El pruno es ese al que siempre riego en primer lugar y él a cambio me obsequia llenándome el corazón de hojas de color granate para alimentar a la sangre. El pruno tiene delante un gran tronco, viejo y seco, pero nada salvaje: apostaría que no estaba allí cuando mis padres construyeron la casa.

La exposición de plantas y árboles la cierra otro arco, de hierro como el anterior, pero éste cubierto de hiedra mal cortada, la más salvaje de todos, pues hace tiempo que nadie la corta, y hasta las plantas más civilizadas se vuelven salvajes tarde o temprano.

El orden del universo es un tanto particular, pero se ve claro y transparente, como si estuviera ajustado a una retícula dispersa por el ambiente y sujeta con hilos de aire. Se me ha olvidado por qué discutía con mi madre sobre él, sí es tan evidente y ordenado y no tiene más que una interpretación, que ya no es discutible, al menos no será más discutido por el choque de sus argumentos y los míos...

15/08/2012 En el jardínLugares

Los años, mamá, pasan de largo en la memoria y en el silencio.

 

En la memoria

Mi madre escribía en una máquina de escribir que yo tomé prestada, de esas que exigían tener dedos fuertes y falanges resistentes para apretar las letras; de esas en las que se chocaban los martillos, aunque estuviesen dispuestos de tal manera que fuese difícil que sucediera tal cosa -algún tipo listo pensó en ello cuando inventó el teclado "qwerty". Aún así, siempre acababas aporreando dos a la vez y ya estaba el lío montado. Aquello coincidía, además, con alguna confusión de palabras en la cabeza, o con algún tartamudeo, o con pensar demasiado rápido, pues había múltiples razones, tal vez innumerables razones, para apelmazar las teclas.

No recuerdo si aquella máquina, de marca Olivetti, era de mi madre o de mi padre, si aquél la tomó prestada de ella o si ella la heredó de él, pues ambos escribían; igual que mi tío, aunque éste ganó algún premio con ello y éstos no.

También escribía mi otro tío, y podría ser cosa de familia, si no fuera porque este último escribió un libro de poemas católicos y todos los demás escribimos sobre cosas profanas y otras cuestiones sin importancia, y dejamos la fe dentro. Acaso mi madre rogó a Dios alguna cosa por escrito, pero frente a eso está la razón inexorable de que mi tío era el marido de mi tía, y aunque también era un pariente lejano de otra rama de la familia, el parentesco no llegaba para llenar los dedos de la misma sangre.

Son argumentos suficientes para concluir que no somos una familia de escritores, aunque mi hermana también escribe de vez en cuando -hasta escribe cosas que mete en sobres cerrados-, aunque mi primo dejara cuatro libros sobre la mesa y otros tantos sin escribir porque se le truncaron un futuro prometedor como académico de la lengua y una vida al mismo tiempo, en una carretera por la que circulaban, también al mismo tiempo, un camionero y él, por el mismo carril, en una curva un tanto retorcida y maldita.

Hubo una época en la que en mi casa había una máquina de escribir electrónica, que pasó tan fugaz que no recuerdo si la llevé yo o quién la trajo, pero claramente era de segunda mano y nos la regalaron, porque yo jamás he comprado una máquina de escribir.

Ni siquiera compré aquella en la que estudié la soltura de las falanges, que era parte del curso de mecanografía que le vendieron a mis padres en mi más tierna infancia. Con él vino la máquina, y cuando se acabó se quedó, y ahora ya no sé dónde está, ni recuerdo cuándo desapareció, porque las cosas que no se necesitan uno las olvida después de haberlas abandonado en un rincón -del salón o de la memoria, los dos compartimentos estancos de la vida diaria.

Ambas, la primera en llegar y la electrónica, están desaparecidas sin que nadie se moleste en buscarlas; no así la de mis padres -pensemos que era de los dos-, que está guardada como legado de nuestra familia, si bien el día que tengamos que repartirla mi hermana y yo me pregunto qué letras le tocarán a cada una. Intuyo que discutiremos por la "m" y por la "l".

Cuando llegó a casa el primer ordenador, o más bien algún tiempo después, pues para entonces ya vivíamos en otra casa, mi madre me pidió que le enseñara a utilizarlo, pues yo le hablaba de las ventajas de poder escribir y borrar y volver a escribir sin tachaduras ni marcas de tipex. Era como decir y luego desdecir sin que nadie se enterara, la maravillosa posibilidad de cambiar de opinión a cada rato sin dejar rastro de ello; de ser veleta, chaquetero, indeciso, contradicho y además perfeccionista, corrigiendo aquí y allá sin medida ni comedimiento. No obstante, en las primeras versiones, los procesadores de textos eran rudimentarios y no ofrecían la facilidad de moverse arriba y abajo retocando letras, expresiones, pensamientos o todo un argumentario a favor o en contra -o neutro, aunque de estos últimos se encuentren pocos-.

Las máquinas de escribir electrónicas, con su tinta blanca de borrar,  iniciaron un camino que se abriría de par en par con los ordenadores: no sólo aflojaron los músculos de los dedos, también flexibilizaron nuestra forma de pensar, alterando el método para plasmar el discurso, de un pensamiento lineal y estructurado al caos literario y a la anarquía. Una verdadera libertad de expresión, la que libera a la mente de mantener la disciplina de manifestarse según el orden sintáctico y el lenguaje coherente. El fin de pensar primero y escribir después.

Uno no puede hablar y luego volver a la frase anterior y cambiar una coma o añadir un artículo que se le olvidó, ni una palabra que suavice una crítica, ni dar la vuelta a sus expresiones, porque lo dicho, dicho está. Siempre se puede recurrir al donde dije digo, digo Diego, pero es un desdecir imperfecto, porque lo oído, oído está. Sin embargo, en un ordenador -léase dispositivo con procesador y teclado-, puede hacer lo que le venga en gana.

Cuando las máquinas de escribir eran testigos de los escritos, el desescribir también era imperfecto, pues aún queriendo ocultar la falta de orden en lo escrito empezando cada vez un folio nuevo, las papeleras eran delatoras del crimen cometido, y el remordimiento por el consumo excesivo de papel se convertía en freno hasta para los escritores más indisciplinados.

Con todo, mi madre nunca se acostumbró al ordenador, ni comprendía por qué no había en él un retorno de carro como Dios manda. Después de algunas discusiones sobre la tecla retroceso y sendas frustraciones -la suya, la mía y la del ordenador que no atinaba a ejecutar nada de lo que mi madre le pedía-, con el tiempo mi madre volvió a colocar su máquina de escribir sobre su mesa. Sucedió muy a pesar mío, pues creí que el ordenador daría alas a la creatividad de mi madre que estaba un poco anquilosada, y yo sólo encontraba ventajas en una máquina que multiplicaba las pulsaciones por minuto sin esfuerzo, que nunca trastabillaba letras y que dejaba las tachaduras de la mente bien limpias.

Ha pasado mucho tiempo y ahora entiendo razones de mi madre que antes no comprendía, pero aún se me escapa que prefiriera aquel aparato. Salvo por la añoranza de los escritos impresos con su tinta; escritos de mi madre, de mi padre y de los dos cuando se cruzaban los pensamientos. Y salvo por el tacto inigualable de sus teclas, que nunca osaría subestimar.

Ella tenía, supongo, otra forma de pensar, y no le costaba esfuerzo escribir con orden, o no tenía remordimientos por gastar papel en lugar de luz eléctrica, o no sentía frustración al no poder retocar mil veces lo escrito, y quizás sí sentía culpa por cambiar de opinión a cada párrafo, o prefería la exquisitez del lenguaje organizado.

Por desgracia, nunca hablamos sobre el orden mental de la escritura -alguna vez charlamos sobre el del universo, siempre para acabar discutiendo porque cada una lo quería organizar de una forma-. Ya no se lo puedo preguntar, y la duda engordará la batería de preguntas para los antepasados que nadie más que ellos puede contar, es decir, las que no tienen respuesta, sino suposiciones y habladurías.

Afortunadamente, siempre existe la esperanza y la superstición, y como hace un año que se fue, quizás hoy pase por aquí para apagar una vela en su aniversario, y podamos comentarlo. Sería una estupenda oportunidad para tachar una pregunta de la lista. Me temo, con la incomodidad que proporciona la intuición, que en lugar de ser así, surgirán otras muchas más.

 

Efectos colaterales

Las teclas están desapareciendo. De aquellas duras y largas de las máquinas de escribir, que te atrapaban los dedos al menor descuidado, sólo quedan restos de nostalgia. Y las otras se han aplanado tanto que se han quedado lisas y sin textura. Las falanges musculosas han dado paso a las yemas de los dedos hábiles para pulsar el lugar exacto, y la mente se ha distorsionado tanto que ya no necesita escribir palabras completas, basta con reconocer "q cd kdmos..." es una frase con sentido.

No hace falta ni escribir de tecla en tecla, pues basta con deslizar un dedo en inventos como swype, que es como el que ideó qwerty pero con menos historia, y del que doy fe, es cómodo pero tan frustrante como cualquier teclado táctil.

Ahora nos pasamos la vida corrigiendo palabras, porque los teclados son más imprecisos que nuestra propia mente.

Con sus más y sus menos, tenemos métodos intermediarios del lenguaje, rudimentarios todos y todos formas imperfectas de transmitir ideas. Sería, será, mucho más agradable dejar las palabras directamente en su lugar o, más allá, saltarse las palabras y dejar directamente los pensamientos. A ver si se le ocurre pronto a alguien la forma de solucionarlo, pues andamos faltos de un nuevo paradigma.

13/08/2012 En casa---

En el silencio

Las sensaciones especiales son tan intensas que parece que nunca van olvidarse, pero el tiempo diluye los recuerdos, vívidos y fugaces, con que la vida señala algunos momentos.

Me despedí de mi madre una mañana, mirando al cielo, porque ya no podía hablarle a sus oídos. Los cielos de La Mancha son especiales: al amanecer, en los días nublados, o sin nubes, al caer el Sol, estrellados. Son cielos sin igual, limpios e inmensos. El cielo de mi madre era azul, nublado, de nubes blancas con borregos esponjosos grandes y pequeños y algunos trazos de pincel oblicuo.

Sentí a mi madre despedirse un medio día, como mi madre haría, en mitad de un restaurante:

- Hija mía, me tengo que ir... -El resto queda entre mi madre y yo.

Y la sentí acompañarme a la noche, igual, en alguna parte en mitad de un salón.

Reviví mi vida con mi madre durante un viaje en coche -que llevaba no recuerdo qué dirección: sólo sé que iba, pero no sé dónde; tan curiosa es la mente-, de fin a principio, un recorrido completo sin alteraciones del tiempo, en riguroso orden inverso, hasta ser una simple unión de células. Y de ahí a su propia vida a través de sus relatos. Con mi padre, con mi abuelo, con sus abuelos... toda su vida hacia atrás. Como si me hubiera traspasado un legado de experiencias, y sentí que imprimía sus memorias en mi memoria.

Acallé la protesta de una misa de entierro que sucedía fría y procedimental cuando sentí que el último hálito de existencia de mi madre salía de su ataúd y subía al cielo, como un flujo intenso de energía invisible, sólo perceptible con algún sentido escondido, transparente pero claro, hasta el techo del altar. Una sensación que no lograrían explicar mil palabras y que, tristemente, algún día olvidaré...

Un trozo de mi corazón se paró ese día para dedicárselo a mi madre, en alguna parte, a la izquierda, cerca del brazo. Tuyo es, mío no.

Elaboro en mi cabeza el razonamiento perfecto de imposibles causas de muerte: el reclamo de la pizca de terreno iluminado que le faltaba a una luna para llenarse; la noche atravesada de casi viernes, casi trece; las Perseidas chismosas llamando al juego; o la carga anormal de iones que se produce en una tormenta, con la que el corazón de mi madre debió decir, tras una larga espera: "esto lo aprovecho yo y me voy como un rayo".

14/08/2011 03:00 am En casa---

En Aranda el Duero se camufla con los árboles: el mismo verde pardo, la misma textura suave y pelada que discurre recortada por sendas veredas, hasta perderse debajo del puente, y continúa sin barreras por donde quiere la pendiente que lleva el río hacia cualquier lugar, siempre más abajo.

Las calles se pisan mil veces empedradas,
cien mil adoquines irregulares
desgastados de tiempo y de zapatos.

En Buitrago el Loyoza se camufla con el cielo, ahora verde, ahora azul, ahora amarillo con la confusión de colores, con manchas blancas esparcidas por las ondas como crestas de un mar en calma en el cuerpo ancho que se forma frente al castillo.

Pondré una nube a tus pies para que puedas mirarla de cerca,
ilusión de tacto intangible,
abrigo de algodón para los días de verano.

Cubriré el Sol para que salga el espejo de su escondite
y brillen tus ojos al mirar el espectáculo de luces,
mi regalo.

Duerme tranquilo, pues te abandono sobre la muralla que protege del viento
y de los conquistadores extraviados.

La decepción es un divino tesoro, enmascarado de orgullo y vestido de corazón, sin sobresaltos.

29/07/12 En el castillo de BuitragoLugares

El Sol está siendo secuestrado, sus rayos gritan ¡libertad! en el horizonte.

Regálame un recuerdo apagado en una melodía de silencio, que silbe como el sonido incierto de la mente envuelta en los bucles del tiempo. Acércame una estrella del cielo para reponer la luz que el atardecer ha escondido en su bolsillo. Y dame el rocío del día, llévate las crestas el mar... Clamo el secano de la memoria como el de los campos desolados tras la siega del mes de julio.

Los rayos del Sol no abrasan el cielo mientras el astro rey descansa en la penumbra.

11/06/12 ---

A los árboles la vida les da igual. Al fin y al cabo, inmóviles e impasibles, miran cómo pasan el tiempo y las nubes, petrificados en madera. Si no les gusta cómo gira su entorno, sólo pueden crujir, pero nunca protestar.

A los seres que giran y que tienen conciencia la vida les da igual; aún más que a los árboles. Acaso son más culpables, quizás más inconscientes.

10/01/12 En un caféLugares, Madrid

¿Dónde está mi palacio, cristal transparente y reacio que no se muestra para no ser encontrado? Entre acacias desnudas me muevo, y sus dedos entrelazados solo dejan ver cielo, aves y sol de invierno abriéndose entre las nubes que hoy están de vacaciones.

Desaliento del querer desencontrado, incertidumbre del abismo de un adiós, al fin descubro que entré por una puerta equivocada; o es ese el motivo, o es que los pájaros se comieron el rastro de migas que dejé como recuerdo de mis pisadas.

No quiero edificios de oro, ni imponentes torres de babel, solo mi palacio viejo, amigo, desgastado, sabedor de secretos de todos los paseantes, y de mi mirada celador discreto.

Ahora comprendo, palacio, por qué no lograba encontrarte: te habías vestido de negro. Sonrío con el corazón reconfortado al comprender que tus galas, igual que un día fueron de blanco y de nieve, hoy lo son para acompañar un luto que yo nunca habría llevado, y aquí está nuestro reencuentro, pues tú nunca has cambiado de lugar.

11/03/12 En El RetiroLugares, Madrid

I

A menudo me siento a contemplar el mar, con los ojos o desde el corazón -cuando lo tengo tan lejos que no me alcanza la vista para atravesar las montañas.

Lo observo con un intenso embelesamiento, meciéndome en pequeñas crestas, en el rostro reflejado el espejo de las gotas tiernas, en el alma guardadas para alimentar cada ocasión.

Me gusta escuchar las olas penetrar en los oídos, desde la brisa o desde el recuerdo; descubrir cómo el sonido se convierte en sal al secarse la humedad.

Dejo que mi cabeza se balancee libre, alrededor del cuello, sin dirección; con cada inspiración,
al compás del viento. Y aparto las sensaciones que interfieren con las corrientes de agua, creando un vacío sencillo de rellenar con burbujas de aire.

El mar se siente ausente,
la tierra sin raíces.

Adoración de creencias muertas
se hunden bajo las olas,
'pelillos' a la mar...

II

Me pregunto qué tiene el mar para un cuerpo de secano y espigas, de árboles solitarios y casas abandonadas; qué tiene para llamar así, con un 'tam-tam' hipnótico e irresistible, acaparando sentidos, robando la voluntad; qué tiene para escocer en la piel si no se le deja ser huésped ocasional del cuerpo.

Y me sumerjo sin zapatos en el abrigo del fondo, helado de temperatura, caliente de emoción,
oscuro de luz y transparente de vida.

El mar se siente;
ausente,
la tierra nunca
dejará
de palpitar.

10/01/12 Madrid, ríoLugares, Madrid

Quisiera creer que siento, esconder el sentimiento debajo de un colchón, dejar al descubierto la indolencia rebozada de ironía y sinrazón. No dudaría en descomponer el aire, que me llena los pulmones de oxígeno, en pedazos de melancolía tan pequeños que solo fueran visibles al ojo de un ratón con lentes de aumento.

Pero aquí, al abrigo del frío, en la zona antigua del parque, en el paseo de La Chopera, adosado como un viejo jugador que no quiere coger polvo en el banquillo, no hace viento y el Sol calienta mejor. Se introduce por los poros la textura de los árboles, que tienen corteza nueva y corteza desprendida, con tiempo suficiente para haber mudado la piel.

Árboles maduros de ramas imponentes y raíces fuertes. Mis ojos brillan más con el reflejo de sus hojas verdes en invierno, mi piel se esponja, mi boca se llena de luz. Admiro humildemente su mirada desde lo alto y me dejo envolver por la sensación de vida lenta, sosegada y calmada de seres vivos pero inmóviles, solo mecidos por el aire jugando con sus hojas caducas.

Aunque quiera creer que siento con sangre nueva, el alma es una, y no viene y va, y el nuevo parque se me antoja descafeinado. Ay, Río, algún día serás parque real, y yo regresaré para recoger el fruto de mis sentimientos.

10/01/12 Madrid, ríoLugares, Madrid

Mi vida está hoy pegada al parque del río Manzanares como antes lo estuvo al parque de El Retiro, compañero de pasos y de soledades, cobijo oscuro y protector y cielo abierto sobre los ojos cerrados.

El parque del Manzanares es joven y valiente, con árboles tiernos y delgados. Se conservan, ahora como infiltrados, los pocos que ya estaban allí cuando había coches en lugar de bicicletas y pájaros en lugar de paseantes. Es un parque semi desnudo, como solo se atreven a enseñar las carnes los cuerpos pobres en edad y en cicatrices.

Mi nuevo parque no tiene escondrijos, no huele a hojas, sino a césped, no despide silencio en ningún rincón; mi nuevo parque me gana por su río tan delgado como sus árboles, por la transparencia de sus caminos abiertos a la ciudad; mi nuevo parque es extravertido y se exhibe sin decoro para que lo miren por dentro, como una sandía abierta por la mitad con sus pepitas expuestas.

Hoy mi Retiro se queda tan lejos, tan añorado, tan inaccesible con esas calles repletas de semáforos de por medio...

En todos los bosques quedan árboles muertos, en todos los parques, en todos los lugares donde se ha dejado posar el corazón.

10/01/12 En un caféLugares, Madrid