Impresiones
El friso de Beethoven confirma impresiones y desmiente teorías de lugares y de veces. Mi argumento cae. A más miradas, más hay.
Una vez es como pasar la mano con cuidado sobre el fuego, sensación cálida que crees suficiente para conocer de la llama lo justo. Volver a acercarse, y mantenerse, y hasta tocar la llama, quema. Pero la sensación llega adentro, y queda, y marca, y sigue y se hace partícipe de una experiencia que ya no es una más de tantas otras, de tantas miles que vives y acumulas en todo momento. Es un lugar cómplice, de más de una ocasión. Hay un nexo nuevo, más fuerte. Sin dudarlo, volverías a alargar la mano.
Klimt es silenciar un suspiro, por no respirar de una vez, y el aire, al salir, acaricia el alma. Creo estar dentro de una poesía. No la leo, me rodea, me envuelve, me incluye. Es lírica en tres dimensiones. Como una novela, con planteamiento, nudo y desenlace. Suave y blanco / crece con el hombre / exalta y mata / baja y calma / colofón con guiño de esperanza. De repente caigo en la cuenta de que no es un guión de letras, sino de notas. Estoy rodeada por una sinfonía. Las figuras tienen movimiento. Solo hay que recorrer el sentido del friso y la música suena. Perverso Klimt embaucador de los sentidos...
Repetiría una vez y otra hasta conseguir que el lugar se convierta en cómplice, como ahora me recuerdo frente una playa en la Casa Encendida y no es una proyección más, sino un escondrijo del verano, oscuro, sosegado y protector, un recuerdo, un vínculo.
Al marchar, Beethoven contempla el friso desde fuera. Le miro con los ojos de la envidia, porque, cuando todos se hayan ido, la mirada compartida de decenas de miradas será solo suya. Pero también le miro con compasión, porque inmóvil y alejado, nunca podrá envolverse de las notas de color dorado, mejillas sonrosadas y reflejos de espejo. El friso hay que verlo desde dentro, rodeado de llamas, mientras puedas soportar el calor. Y quedarse con el blanco en la mirada, para volver a la calma. Y volver, volver siempre, mientras haya tiempo, para escuchar la sinfonía de imágenes.
Blindar el corazón para que nada pase, más allá de lo que ya esta dentro. Remaches de hierro sobre placas de aluminio, frío y duro moldeado. Ceden lo justo para que del corazón fluya sangre, latido tímido, no sea desbocado y a cada latir arrebatado sienta el punzante escozor del metal helado, el sobresalto de las puntas mal cerradas.
Duele el pecho, mantiene el cobijo, encierra y libera, protege y limita. Sobre el alma no hay paredes que construir.
Recuerdas. Imaginas sobre el recuerdo. Al volver a recordar, la imagen se confunde con la imaginación, aun cuando imagen ya no es realidad.
Cuando te persigue el olvido es inútil correr.
No quiero perder mis recuerdos. Se lo digo al tiempo. El, aunque es amigo del olvido, me ofrece un trato: yo no agoto mi sentir; el domina mi espacio. Tregua débil y frágil. Abocada a ser rota. Ambos, tiempo y olvido, son vencedores sin concesiones.
Lo que recuerdas, ¿que es? Lucha de ideas y solo queda que la razón decida con que bando se alía.
Azar. Algunos arco iris inesperados, cuando escapan del cielo, reaparecen dibujados en el suelo. Un nuevo guiño a las nubes que miran desde lo alto, inalcanzables. Pacto con la vida, sin estrechar las manos, que una vez más lee mi pensamiento.
No se si la vida madura o es más dura, pero cada día cuesta más organizar una tormenta de risotadas que replica la vida a la fuerza; que picotea aquí, allá; que pisa losas de pizarra combada sin resbalar. Risa franca, inocente y espontánea. De la infancia en adelante cae la lluvia sin arco iris.
De repente soy señora vestida de seda. En el espejo un reflejo. Un pañuelo atado al cuello. La mona de seda queda.
A veces no hace falta arte ni caudillo. Simplemente, ves distinto, respiras distinto. Sin saber la causa. Sin tener por qué.
Retiro. Escribir en un día extraño. No hay motivo. Solo hay. Ver una mariposa posarse entre las hojas esparcidas del suelo y no poder evitar la sonrisa. No es gracia, es el alma juguetona que tira de una cuerda sujeta a la comisura de los labios, desde ahí dentro, en algún lugar entre el esternón y el estomago, donde habita.
La mariposa vuela y el impulso muere. O se silencia el latido para no decir. O tal vez solo se silencian las letras. ¿Se lleva ella el impulso? ¿Lo dejas partir? En verdad sigue vivo. Enjaulado y tapado con un paño negro para que descanse. No conviene abusar de los impulsos.
A veces se rebela y no quiere dormir. Dejo el Retiro. Anochece. Sigue aquí.
Las cosas que callas.
Cosas que pensaste decir y nunca traspasaron la frontera de tu boca; frases silenciadas porque paso el momento y no hay lugar ni ha motivo. Quedan en algún rincón, se forjaron pero no nacieron. No llegaron a tomar cuerpo y, autónomas, pertenecer al mundo de los sonidos, ajeno a tu control. Arrepentimiento, tal vez; bucle en la mente, seguro. Se repiten y después se olvidan, tarde, más tarde, en el final de los días mientras haya días.
Cosas que callaste y agradeces haber callado, estuviste a punto de decir y el impulso quedo frenado por la razón camuflada de vergüenza, de cautela o de intuición. Mantienes la respiración mientras recuerdas, y espiras y con el aire sale el alivio por no decir. Son más agradecidas que las primeras y se apartan antes del recuerdo inmediato. Ahí quedan como queda todo, mueren contigo y, mientras vives, invitan a nuevas frases a quedarse en el lugar que ellas habitan, porque crees que obraste bien.
Ninguna iguala a las palabras que mantenías presas en tus labios y de repente oyes de otros labios. Tan iguales y tan inesperadas, cuando podría haber tantas palabras, que sorprenden y casi paralizan mientras piensas: '¿Como puedes decirme lo que te iba decir?'
Siempre digo que las meigas, haberlas haylas, pero yo no creo en ellas. Los dichos populares no nacen de la nada. Jugar con ellos puede ser un desliz.
El arte es el caudillo que llama a la guerra a los sentidos.
Revolución interior.
Me sorprendo mirando una ventana con mayor interés que los cuadros. La luz pasa difuminada pero intensa a través de una lámina de acetato, ventana blanca, marco blanco, detrás se adivinan los barrotes grises de una reja. Un halo funde luz y alfeizar, muros blancos. No puedo dejar de mirar la ventana, el arte pasa a un segundo plano. Sin el despertar de los sentidos por las obras del museo, mi mirada quizás habría captado solo una ventana.
Cada septiembre miro al cielo. Fuera de Madrid, en mi pueblo de La Mancha, donde el firmamento es claro y la noche oscura. Los sentidos me obligan a aceptar que llevo de él carne y corazón.
En el centro de la plazoleta, a la puerta de casa: la cabeza levantada, el cuerpo en giro lento y la sonrisa dibujándose en los ojos. Luna nueva, miles de estrellas... Diría un cielo inmaculado... pero lo cruza una estela blanca, ni mancha, ni pureza. Ahí esta el Camino de Santiago, frontera de la Vía Láctea , anunciando la vendimia, el fin de verano, días cortos y olor a encina ya en el campo ya en las chimeneas.
Lamento de que en Madrid no hay estrellas. ¿Quien dijo tal cosa? Mi tía habla de cuando era pequeña, de las noches que salía a la terraza para verlas, en su casa de Sainz de Baranda. Luego, cuenta, los edificios se fueron llenando de neones.
'...Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía' , decía Becquer-. Aunque nadie mire las estrellas en esta ciudad, siempre colgaran del cielo de Madrid. Me basta el relato de mi tía para no volver a dudar de que están ahí arriba, cubiertas con un velo de luz artificial, como en un eclipse sin principio ni fin, todas ocultas a la vez. Me basta saber que están ahí para sentir su compañía.
Noche. Miro al cielo de Madrid. Ya no esta vacío, esta repleto de estrellas. La sonrisa se dibuja en mi boca.
Y aún con esa certeza, en cada avance del otoño acudiré a la cita con el cielo del Camino de Santiago, lejos de mi ciudad, donde pueda apreciarlo. Debo confesar que, antes de este septiembre, a pesar de recordarlo, llevaba años sin hacerlo.
El aire siempre es el mismo. Más viciado, contaminado, más puro, húmedo, frío, más frío, siempre es aire. Y sin embargo, no siempre se respira de la misma forma.
Respiramos sin darnos cuenta. Aire que entra y sale, con sigilo, sin preguntar. Pero a veces el aire llena el pecho y se siente más que aire. Se atrapa. Se palpa aun sin tacto. Se exprime. No se quiere dejar salir. Como si murieras al expulsarlo. Mal momento para darse cuenta de que, en verdad, no se puede vivir sin aire. Acaso quite vida -por respirar vivimos, de respirar morimos-, pero parece que la diera. Esas son las veces en las que el aire, al pasar, acaricia el alma.
Hay almas que se vuelven adictas a las caricias del aire, y piden más y más. Tal vez tanto que, de exceso, el mimo se convierta en opresión.
Un alma quiere ser acariciada por la última brisa del verano. Llena el pecho y queda dentro. Por donde late, aire sin renovar.
Desde la primera respiración que acaricia el alma...
Hay personas a las que no sabrías como definir; de otras podrías decir miles de cosas y todas las definirían en igual medida; hay, al fin, gente que puedes resumir en una frase. Es esa frase que se te ocurre de repente al mirarlos.
Pienso en, sin nombre, por supuesto... 'tiene incontinencia verbal', o en 'el que le hizo se olvido de algún ingrediente', meras personas -o personajes- que pasan rápido por tu vida. Es divertido convertirlos en una frase. Ahora el juego esta en recordar quien es quien.
Alguien dijo que se puede llorar por una merluza a la gallega en un restaurante en la ribera de un río de las Rías Baixas. No andaba falto de razón, pero ese viaje a la Ría de Pontevedra, a la de Vigo , a la de Muros y Noia, hasta la frontera con Portugal, ese viaje que rodea de punta en punta y en el que los kilómetro s parecen estirarse, da para mucho más, sea expresión que va fuera, anhelo que va dentro, emoción callada o sonrisa manifiesta.
Ya sea por la vista de la desembocadura del Miño desde Santa Tecla. Trescientos sesenta grados. De este lado Camposancos, del otro un pueblo idéntico con nombre portugués. La gente cruza el río para ir a comer, pero son dos países distintos. En medio distancia insalvable, agua azul, tierra tapizada de verde. Y al otro lado el Atlántico, serrando acantilados, en lugar de serrín, espuma al borde del mar.
Ya por la de la Playa de Carnota vista desde la sierra, camino retorcido entre pueblos grises, presidido por molinos blancos, para llegar desde lo alto a una playa también blanca, partida por un río que pide paso a la arena y ésta cede gustosa para refrescarse del calor que le abrasa durante el día y de la sed que sobreviene de noche.
Ya por la de la Ría de Vigo, el puente cortando bateas negras sobre el mar de metal; bateas que son como reflejo de una bandada de pájaros, como si se dirigieran a cualquier parte sin moverse, preparadas en formación para salir.
Ya por el atardecer en la isla de La Toja, desde la cara de poniente, mirando a O'Grove. Sol rojo, cielo rojo, mar rosado tras los pinos que venden su color al contraluz.
Ya en un día nublado, aun en los mismos sitios, distinto cosquilleo en la piel. De nuevo el puente, que ya no mira al cielo, porque el cielo esta a sus pies. Nubes enamoradas del mar que bajan para acariciar las olas calmas y fundir en un beso que nunca podría ser ardiente el agua que comparten.
Ya por un bosque que aparece por azar, árboles que he mirado y el cielo de niebla que he visto una vez, solo que este es real y el otro de papel y espejos. Ambos tan iguales que creería un deja vu, y ya no podré olvidar ninguno de los dos. O ambos se confundirán en mi recuerdo como uno solo. Ver esos árboles que solo parecían la imaginación de un artista y ahora poder perderse por recovecos existentes, entre pinos, con la niebla acechando...
Me llevé muchas fotos de Galicia, pero ninguna puede guardar algunas sensaciones.
En Rianxo la montaña se estremece y cruje, la tierra viste de luto. Se escuchan chasquidos de madera moribunda, el resto sin vida, silencio en el gran sepulcro improvisado. Los árboles, esbeltos, espigados, miran desde lo alto al mar, agua queda que no llega hasta que el cielo se conmueve y llora. Los montes salpicados de negro y marrón, verde de hermanos salvados por suerte o por destino, como los doce mil sellados de cada tribu, según San Juan.
Molinos sobre Carnota, testigo y prueba del viento que pasa de copa en copa. En la Punta de Louro, el fuego lo frena el mar. Belleza siniestra: montaña negra, playa blanca, mar azul. Muros esta vivo de monte y gente, casas blancas, veleros blancos, al atardecer marea baja y barcas encalladas.
No conseguí expresar con palabras la desolación...
Siva es un pedacito de miel veteado de canela, como si alguien hubiera espolvoreado sobre la receta de polen y saliva de abejas y removido con una cuchara de palo sin mezclar demasiado.
Cuando lo coges en brazos se relaja de tal modo que, si no lo sujetas bien, se resbala entre las manos, como la miel que cae lenta y se escurre por los dedos.
Sus ojos son dos botones negros que nadan en miel. Con solo verlos sabes qué dicen: rasgados, mirada tierna; redondos, viveza; combados y brillantes, juegos; baja los parpados y aprueba que le mires con cariño.
Al caminar se le pegaron en las patitas bolitas de algodón rosa. Una bolita fue a escaparse a la nariz y ahora siente cosquilleos cuando Siva se relame.
Al mar me sentaría a tu lado, para que viesen tus ojos con mis ojos, sintiesen tus sentidos con mis sentidos. Más allá del vaivén de las olas, del sonido de la espuma; por encima de la brisa, del calor del sol. Compartiría el brillo en la mirada, el roce en la piel inquieta, el son en los oídos. Quisiera que sumaras sensaciones y atraparas tus sentidos bajo el corazón. Cuánto daría por oírte henchir el pecho y suspirar. Cómo quisiera que compartieras mi mirar, que mi sentir fuera nuestro y no solo mío.
No ves, no sientes, pasa ante ti como un espectro en la noche, tan invisible que ni percibes el frío. Te daría mi alma un día para que enseñara a tus sentidos. Aún desgajada y dividida, cedería un pedacito para siempre, pues prefiero vivir con el alma partida que sentir con la mirada en soledad.
La sangre fluye cimbreante, tam tam de latidos suaves, casi imperceptibles.
A veces es la sensación que se apodera de las manos, un temblor inquietante en las venas. La fuente más arriba y más adentro, la expresión en la punta de los dedos. A veces es la vista que se escapa, mira aquí y allá, pone alerta, ve distinto; donde no había, hay. A veces fiesta de letras entre las sienes.
No son palabras, pero entienden su lenguaje; ni son imágenes, pero de entre esta y esta otra nace un guión. Es solo un impulso, que grita, que obliga, que empuja. Y al final cesa, ya no ve del mismo modo, la sangre se calma. Muere. Mirada quieta y critica. El tiempo dirá que no fue mal.
Busco silencio, pero en el silencio no hay nada. Nada que encontrar. Sin respuesta. Solo paz.
El tiempo es aliado y enemigo. Da sentido al sinsentido, perspectiva al pasado. Borra y hace olvido. El tiempo no se detiene. No va hacia atrás. No se pierde pero se aleja, bendito tiempo, ¿donde estás?
Hago el mismo recorrido, una vez, otra vez; paro y retrocedo y siempre vuelvo a mis pasos, algo empuja, detrás, dentro, en cualquier lugar. Es tan fuerte impulso... No lo he notado, sin quererlo eché a andar.
Quería encontrarte, ¿dónde estás? No existes. Si existes no te conozco. Si te conozco huiré. Sólo quería caminar. No te buscaba. Sólo caminar.
No quiero saber nada, para el tiempo, ya no quiero seguir andando. En la nada no hay respuesta, sólo paz. Silencio, dame un minuto y te pago con mi vida. Sólo un minuto... la he vendido. Maldita droga del tiempo, maldita paz que me embriaga.
Un latido. No sé qué hago aquí. Vuelvo a andar.
Un lugar, una vez. A veces la filosofía falla. Antecedente de dos visitas a Juan Gris.
Paso la puerta de la Casa Encendida , tres veces misma exposición, mismas fotos, continuar los videos; tengo que entrar en ese bosque de nuevo y escrutar recovecos inexistentes, reflejo del espejo que engaña la vista. Un llanto de niño que no había oído antes transforma una imagen en proyección.
Regreso a la Catedral de Justo, no es igual, desazón hasta que el recuerdo se acomoda a la vista como la vista se recupera de la ceguera por la luz del sol, y la mirada vuelve, reaparecen los detalles, objetos inesperados en composiciones imposibles, los mensajes en las paredes.
Pensar es mirar al interior, en ángulo distinto cada día, matiz que tamiza y deja el poso estéril. Es mañana y no suena, el aire se lo lleva y vuela en polvo que desmembra y ya no es. Hoy crees ver claro y al momento la luz es otra. Vuelve y viene, va y regresa. Es de dentro y dentro queda, un soplo insufla sentido, pero el sentido viene puesto. ¿Qué hay de real? ¿Cómo puedes saber lo que es real, si no es más mi realidad que la tuya?
En un puño te agarro, corazón.
Junto mis manos y entre los dedos caen granos de arena que no puedo si no intento retener.
Así recojo, así muere.
Innovar no es hacer las cosas diferentes, es hacerlas mejor. Tenemos la costumbre de despreciar lo antiguo y considerar que somos más listos y superamos lo habido. Intentamos derribar y construir con nuestras propias ideas, en lugar de analizar qué había de bueno y qué se había aprendido para sumar ese conocimiento a nuestra propuesta.
Lo que no conocemos, no existe para nosotros. Eso no se puede cambiar, el problema esta en que pasamos por alto que quizás haya algo más ahí que no sabemos, nos cerramos en nuestro egocentrismo y creemos que nuestro mundo es el mundo, a lo sumo pensamos que hay otro mundo inferior que no merece la pena ser conocido.
Y así no innovamos, sino que cambiamos, cuando partir de cero no sirve más que para llegar una y otra vez al mismo punto, o peor, equivocarse uno y otro, dividir en lugar de sumar.
Y que todo esto venga a cuento del cambio que ha hecho Metro de unas troneras que funcionaban muy bien a unas puertas que se abren y cierran tan mal y sin orden de entrada y salida, que obligan a que un revisor este ahí organizando el tinglado...
Las sensaciones van y vienen, vienen y van. Como un columpio en mitad de un parque. Si nadie mece, paran. Pero no desaparecen, esperan a que llegue alguien que les devuelva el vaivén.
Hay dos impulsos. El que provoca uno mismo y el que viene de fuera. Diría que es más difícil controlar el movimiento propio...
Suelo quedarme mirando los árboles sin ver el bosque; observando las hojas de los árboles, más aun, mirando las hojas del árbol que tengo enfrente. Si de repente encuentro un pajarito en una rama, puedo desviar mi atención y seguirlo, de árbol en árbol, y hasta abandonar ese bosque y adentrarme en otro.
Francamente, esto es un problema, porque me pierdo, y me pierdo, y me desvío y mi recorrido no es lineal. Pero, de repente, un día, sin saber como, he comprendido la esencia de ese bosque, y del otro, y llego a encontrar el hilo conductor de todos los bosques, y no solo veo un bosque, sino 'el' bosque. De algún modo, aprendí, procese, reelabore y llegue a una idea lucida y simple.
Lo malo es que, quizás, cuando trate de ponerlo sobre papel encuentre un nuevo pajarito y lo siga.
Siento vértigo. Todo va rápido, no hay tiempo para pensar. Lo hago y ya, siguiente paso. Que ocurra lo que tenga que ocurrir. Me dejo llevar por la corriente. Solo sé que no puedo parar, he de dar una respuesta, me guío por el 'sí'. Algo tira hacia atrás, pero lo tengo guardado en la trastienda, no va a salir.
Cinco días de tensión continua, estoy contigo y es como si no estuviera, puedes hablarme y yo oírte, pero no fijo tus palabras. Olas en el estomago e idéntica sensación al vértigo, estás al lado del precipicio y sabes que no caes, pero tu cuerpo se prepara para sujetarte. Rápido, el lunes tienes que entregar un book. La sensación no es por el apremio del trabajo, sino por la vuelta y revuelta que suponen unos cambios no pensados.
Planificar, ¿Sirve de algo? La penúltima vez que tracé objetivos, hace dos años, alguien llamó para romper un puzzle en equilibrio inestable. La última, hace quince días, surgió de la nada una oferta que trastoca mis planes de 'esperar alerta' y actuar en función de que otros decidan lo que yo no puedo controlar.
Tomar las cosas como vienen. Cada vez lo veo más claro. Lo malo es que siento vértigo.
En realidad, viejas están las casas de Carabanchel, de Campamento, de Aluche, todas esas construcciones de protección social de los sesenta; las otras se mantienen, ya no viejas, sino antiguas, sus fachadas un tesoro que se quiere conservar y con el que algunos amenizamos un paseo por el viejo Madrid -quiero decir, por el antiguo.
Me pregunto que fachadas se desearan mantener dentro de cincuenta años, cuando las casas de ladrillo visto y pladur inunden las calles. Quizás para entonces las cristaleras de aluminio de color burdeos nos parezcan bellas reliquias de maneras de construir antiguas.
Madrid está viejo, o quizás siempre lo ha estado. Paralelo a Recoletos, entre Atocha y Neptuno, hay un mundo de casas de fachadas desconchadas, olor a cocina y balcones de forja. Puedes ver una ciudad u otra; el cuidado no ha de ponerse en la vista parcial, sino en evitar llegar a la conclusión de que solo existe lo que se conoce. De hecho, yo he visto esa ciudad de noche, y parece otro Madrid distinto en el mismo lugar. En la noche las fachadas se cubren con un velo.
Mi tarjeta de memoria ha estrenado foto de establecimiento con su rótulo, fontanería . Aun las hay, pero estaba desgastado y evocaba tubería de plomo y mono de trabajo, era tentador con su saco en una esquina del marco. Lo ideal es pararse y mirar, observar cada detalle, el cartel en el cristal, la madera desgastada, el color y las sombras... sacar una foto es el consuelo imperfecto de un recuerdo que la memoria difumina, distorsiona y, finalmente, borra.
Podría sentarme en un banco y escribir, simplemente esperar y ver caer la luz. O caminar, arriba, abajo, deambular con el norte perdido. Porque no hay rumbo, sino un continuo devenir, marchar para volver y volver a marchar.
Podría sonreír con solo la nota del oboe en el metro, sin ver más allá del pasillo que debo seguir para llegar al andén. Podría soñar con los ojos abiertos y vivir con ellos cerrados.
Cuando la esperanza no llega, doblo una esquina y allí esta para mi, casi verdadera, casi la toco; cuando aparece ante mis ojos, real y tangible, cubro mi cara y camino, y podría sentarme en un banco a escribir, solo esperar, o caminar despacio por la calle, sin rumbo, con el norte perdido.
Todas las formas son bonitas, todas especiales, todas diferentes. Incluso, aquellas en las que nunca nos fijamos: las curvas del cuello de una farola de tres focos, un cable suelto cayendo sobre una pared, hierros camuflados tras las ramas desnudas de un árbol. Solo hay que mirar distinto para apreciarlos, mirar las formas en lugar de los objetos.
A menudo pienso en coger la cámara y salir a fotografiar rótulos. Debe de haber un batallón de fotógrafos haciendo lo mismo y un millar de rótulos posando como estrellas inmóviles. Me gustan los rótulos antiguos, haciendo acopio de esa fascinación que en nuestra sociedad tenemos por lo antiguo y por lo viejo.
Los más preciados son aquellos que unen la atracción por la solución grafica a lo que significan sus palabras: como cacharrería , que suena a antiguo y despierta la nostalgia de los comercios que ya no son, o como unas letras de metal desgastado que dicen panadería, y al verlo casi crees oler a pan recién hecho. Pero el rótulo de una farmacia que abrió el ano pasado también tiene encanto, con sus letras verdes traslucidas que brillan al pasar la luz.
Si hiciéramos categorías de rótulos, esos de restaurantes minimalistas, de tiendas de regalos originales, de hoteles de diseño estarían en otro nivel; no son más ni menos, simplemente son otra cosa. No cabrían en mi cámara, quizás porque ya están inmortalizados en libros y portafolios.
Ser insatisfecho sin techo significa inventar preocupaciones cuando no las hay, magnificar las reales y pensar que las que se solucionan eran cosas sin importancia que cualquiera habría eliminado enseguida.
El carácter debe ir de la mano de la alergia: cuando las defensas no tienen a qué atacar se irritan y arremeten contra lo primero que encuentran, aunque no sea peligroso. Los alérgicos a la satisfacción sufrimos por cosas sin importancia.
Otro síntoma de la enfermedad es la insatisfacción con uno mismo. Si todo va bien, las defensas del carácter se ponen en marcha para traer a la mente cosas como algo que hiciste no tan bien como para considerarlo bueno, algo que no hiciste, algo que sí hiciste cuando no debías... Los recursos de los leucocitos psicológicos no tienen fin.
La insatisfacción de carácter y la mediocridad son primas hermanas. El problema radica en la imposibilidad de distinguir la mediocridad patente de la distorsión provocada por el cuadro alérgico, que hace ver, invariablemente, mediocridad, la haya o no.
Allá por septiembre u octubre tuve una etapa increíblemente vacía de preocupaciones. Recuerdo una conversación de teclado con mi amiga Montse -que, pese a su opinión de que al dejar de trabajar juntas dejaríamos de tener contacto, ha superado la categoría de ex-compañera de trabajo- en la que a la pregunta 'qué tal' solo pude responder con un escueto 'bien, todo bien', sin nada que contar.
Una sensación extraña que me llevo a reflexionar un momento. Todo bien; trabajo, pareja, familia... pensé que aquello no podía durar. A veces la intuición te da claves que no quieres ver; sin embargo, olvide la preocupación y me envolví en la liberación de mi mes apacible.
Quizás, como la alergia, hay épocas más propensas que otras a sufrir los síntomas. En breve comienza la primavera. Es el momento de la floración, el polen, la rinitis estacional y la astenia primaveral.
Solía ir a trabajar en metro. Deje de hacerlo porque comenzaron a salirme escamas como a las sardinas en lata. Ahora voy en autobús, que se parece más a los espárragos en bote de vidrio con tapa de metal. Además, soy de los primeros espárragos en subir y ostento el privilegio de ser de los pegados al cristal, lejos del centro, donde hay casi tantos jugos como en las latas de sardinas.
También he sufrido la terrible experiencia de ser atraída al medio junto a una vorágine de espárragos de calibre grueso; francamente, en esas ocasiones no hay gran diferencia entre los dos medios de transporte, salvo por el hecho de que las sardinas no pueden ver la luz.
El más grande mar de luces que he visto esta en México. En realidad no es mar, sino lagos de brillantes, rubíes y amatistas allí donde hay un pueblo, una aldea, una ciudad. Estanques aislados, pero tan juntos que parecen humedales; donde habría juncos, aquí hay hileras de oscuridad.
Desde arriba, bien alto, debe apreciarse una luz especial al mirar a México.
Luz sobre la tierra y luz sobre la gente, porque, desde abajo, lo que ilumina es la hospitalidad, personas siempre dispuestas a ofrecer algo. Mi amiga Marichel -que tiene una sangre española que se vuelve mexicana cuando pasa por el corazón- decía que no puedes rechazar un ofrecimiento, porque el anfitrión se siente ofendido.
Son curiosas las particularidades de las culturas, normas no escritas ni estudiadas -protocolo aparte- y a menudo incomprendidas y menospreciadas por quien no las comparte.
Las luces sobre la tierra son el espejo del cielo en la noche. Aquellas están lejos y éstas cerca, pero ambas deben contemplarse en la distancia para no perder su esplendor, pues las del cielo son masas de fuego que abrasa y las de la tierra, a medida que te aproximas, dejan de ser piedras brillantes y se tornan intangibles.
Dicen los libros de horóscopos que los capricornio avanzamos lento, pero seguro. Que mientras otros suben fulgurantes, nosotros preferimos ascender como cabras, poco a poco, paso a paso, de piedra en piedra, aunque siempre llegamos a la cima de las montanas escarpadas.
Lo que no dicen los libros es si tenemos que estar conformes con esta circunstancia. No explican si nos gusta actuar de este modo o si, por el contrario, no nos queda más remedio que someternos a nuestra condición de cabras lentas que no dan un paso sin asegurar el camino.
Realmente, no tiene mucho sentido seguir el modelo de cabra si después de evaluar las alternativas tomas una decisión equivocada o, simplemente -ya que no hay muchas decisiones categóricamente correctas e incorrectas-, piensas que habría sido mejor seguir la otra dirección.
Me he reconciliado con Madrid. Cuando trabajaba en la Universidad, a treinta y tres kilómetros de distancia, me parecía una ciudad odiosa, llena de coches y atascos, a la que sólo venía cada noche a dormir. Ahora paseo, voy al Reina Sofía, al Thyssen, al Círculo de Bellas Artes, un día me monto en el coche y paro allí donde hay un parque.
Casi siempre elijo Zurbano para volver a casa porque el trayecto es más corto. Aunque no es como la Castellana -que en mi cabeza coloniza Recoletos y el Paseo del Prado y forma una interminable avenida que parte Madrid en dos-, voy teniendo puntos de atención, como la librería de arte de Argensola o la tienda de regalos de Barquillo. A qué me engaño, la verdad es que cuando voy por ese camino no sonrío hasta que no descubro la uve de Alcalá con Gran Vía.
Algunos días no tengo rumbo. Rodeo Alonso Martínez para llegar allí mismo, subo zigzagueando hasta Fuencarral, bajo otra vez por Augusto Figeroa, salgo a Callao, paso por Sol, o bajo por Gran Vía para acabar en Cibeles; voy por Miguel Ángel y cruzo Colón para subir hasta Serrano y camino hasta que veo pasar un 19 y corro para cogerlo, o lo dejo pasar y sigo andando. Me gusta mirar desde la Puerta de Alcalá hacia Cibeles.
Últimamente bajo por Zurbano. Luego sigo por Argensola y salgo a Barquillo. De ahí a la Castellana, a la altura de Cibeles. Al ver el Palacio de Comunicaciones, casi sin darme cuenta, sonrío. En realidad, eso es lo que me gusta: mirar a los edificios. El Palacio de Linares, la Puerta de Alcalá al fondo, más arriba la fuente de Colón -sin agua por la sequía-, el edificio de ABC, el bulevar... Un día de noviembre, este año el otoño llego tarde y los árboles mantenían sus hojas día tras día, bajé desde Gregorio Marañón por el bulevar. Los árboles frondosos pero dorados, inclinados hacia el camino; éste, repleto de hojas. Un aroma especial. Silencio, los coches no existían. Tiempo agradable, del que apetece para pasear. Aún sonrío al recordar la vista.