Impresiones
El tiempo, mamá, pasa inexorable sobre la piel, arrugándola.
Mis pies caminan despacio, mi corazón tranquilo, la razón envuelta en seda de tacto suave y tu mirar sobre mis ojos para que puedas seguir observando el mundo, tan ajeno a tu parecer como las estrellas nos parecen a los demás extraños e inalcanzables halos de luz blanquecina.
Vivo hoy la vida de tus años, mamá, cuando me arrojaste al mundo en un llanto desconcertado, y con 39 vueltas marcho sobre hombros de asfalto y cuero helado. Tu sonrisa regalo a quien la merece, tu impasividad al que se esconde de sentimientos y realidades, tu fuego al cobre de los labios remordidos y sangrientos.
Hoy el cielo es malva como el de tus cuadros, color que yo creía inventos imposibles de tu mente -pues el cielo es azul, todos lo saben-, y el Sol arde en el atardecer conocedor de que en esta ocasión tampoco podrá vencer a la noche, pero seguro de que amanecen más días, todos iguales, de Sol a Sol entre las nubes.
Mi voz no tiembla, mis manos tampoco, la vida es justa bajo los árboles y el cielo sonríe a quien lo venera, como yo en los días morados.
Qué atardecer más incómodo es el rodeado de gente que balbucea y grita, y se mueve y se ríe, en lugar de admirar al Sol.
Quizás por ese motivo mi astro hoy se ha ido sin despedirse, discreto, sin grandes ceremoniales, sin nubes, sin derroches de rosa y púrpura, él solo en silencio encorsetado en su redondel de fuego.
Hoy el cielo es bello por sí mismo, como bruma que invade el horizonte, azul difuminado de mil tonalidades fundidas sin principio ni fin, mezcla en arreglo perfecto para recibir a la noche.
Hoy el mundo es extraño.
Tus ojos, imagino, más brillantes;
tu corazón, intuyo, más tierno;
tus palabras, leo, inseguras y tímidas
en un falso arrebato
de supremacía sobre mí.
Hoy, como el cielo, mi amor es ocaso silenciado por la sonrisa del atardecer. Como por arte de magia, o por casualidad, una frase viene a cruzarse en el camino de mis líneas: Encerrarse en los demás es tan limitante como encerrarse en uno mismo -reflexionó alguien alguna vez, quizás fui yo, quizás no; quién sabe asegurar quién dice algo por primera vez...
Esta vez, Carmona queda lejos; Córdoba cerca. Tan cerca hoy, tan lejana la última vez que pisé sus calles, que resulta divertido recordar que aquí descubrí el salmorejo. El río aún sigue en su lugar, salpicado de mosquitos, dividiendo distancias y lamentos.
Me llevo un atardecer en el bolsillo derecho: Sol de fuego sobre el mar de plata, horizonte desangrado de sangre de color rosa para amainar las aguas y un castillo de puertas enrejadas, vacío de dueño y sin murallas protegidas del viento. Sin mis cabellos negros, el cielo agoniza en silencio, la emoción no existe, no puedo compartir un beso sin crear los sentimientos.
Córdoba pasa una tarde calurosa. Acompasa el corazón caliente, los pies calientes, la boca seca y el regusto también desecado para no romper la armonía del Sol impasible del mes de agosto, que ya casi es de noche y aún está arrancándole fuego al suelo.
Se deshace de calor bajo la mezquita de puertas doradas y azulejos de color granate que me empujan hasta mi cielo negro, sin intuir que el final de la vida se encuentra al doblar cualquier esquina de forma precipitada.
Me llevo una sonrisa en tu mirada y otra en la mía, un cuidado delicado y dulce como berenjenas rebozadas con miel. Me llevo el cielo azul, el color robado y deslucido en las ventanas de la bahía Cádiz. Me llevo tu mano al salir del agua y el despertar caprichoso del abrazo en un espejo. Me llevo un sabor dulce en los labios y en el cuerpo.
Te dejo un paseo de piedrecitas blancas y doradas, decorado inalcanzable desde tu sofá hasta mi salón, y te reservo los atardeceres nublados de Madrid, de color fuerte pintados para contrarrestar la falta de luz. Te los dejo sin más intención que fabricar y devolver recuerdos.
Córdoba se hace de noche con el olvido del tiempo que propician los callejones y el calor embaucador y traicionero. Oscuras las casas y claro el cielo con la Luna casi llena.
De aquí nada me llevo, todo lo dejo, salvo el amargor de conocer el futuro de los caminos que se cierran con el tiempo y con los oídos tapados del desconcierto. Mi cielo tal vez haya muerto, y yo sigo aquí, sin saberlo.
I
Busco palabras para dedicarte una canción...
Pero los sentimientos cambian.
Ahora podría oírte pronunciar mi nombre
y pensaría que es mentira.
Le busco sentido a tu sonrisa
y sólo veo un mundo de fantasía
inyectado de color.
Es primavera en mis dedos
sobre tus cuerdas de metal.
Las yemas se cortan,
tú me lo enseñaste,
cuando aprendes a tocar.
El sonido de tus frases
hiladas a lo largo del tiempo
se mueve en mi cabeza.
Repaso canciones inventadas
y no hay letras que cuenten
todo lo que quiero decirte.
No hay palabras en los alrededores,
el silencio es sabio
y reconoce cuándo debe callar.
II
«Confianza» es una palabra demasiado larga,
tan difícil de pronunciar,
que podría escribir la historia de nuestra vida
sin llegar a verla.
Y aún así, seguiré buscando melodías
y pensaré que sólo tu voz suena bien en mis oídos.
La vida es una paradoja ideada
para descifrarla desde dentro.
Cuando acabe de contar las hojas de los árboles, comenzaré por las ramas, después el suelo.
Me pregunto si contar hojas es como contar estrellas, que no se terminan nunca, o si hay un fin en el camino que dibuja la mirada de árbol en árbol, hasta llegar al otoño, cuando el viento las roba de la vista de extraños y ya nadie puede contar, ni recordar, ni soñar con su vuelo en zigzag, pues se han ido.
Te guardaré un suspiro, como el silbido de un globo desinflado. Y contaré hasta diez antes de hablar, después de contar todas las hojas y todas las ramas y después de inspeccionado el suelo, para asegurar que no queda ninguna hoja por contar.
Te lloraré una lágrima. Y después el cielo abierto, sin rencor, sin ningún lamento resguardado.
Te reiré una risa, sin la sonrisa, que me la quedo como regalo nunca desenvuelto.
Te recordaré un susurro, y un abrazo, y un sabor particular en los labios, y taparé de tu recuerdo el adiós precipitado de una aurora sin mañana.
Te borraré un recuerdo, después de descontadas las estrellas del Madrid de verano, pocas y difusas con la capa de la ciudad llena de coches, cerca del Río; aún con calor, tal vez invierno, tal vez nublado.
[.Que si en invierno viene frío, quiero estar junto a ti -Mecano, "La fuerza del destino", 1989].
Verano. Vetado el sol de invierno en El Retiro colonizado de chicharras y cuerpos en bañador. Me pregunto qué tienes, Retiro, que mi empeño en alejarme de tus árboles me derrota cada vez que acerco el corazón a tus verjas de hierro forjado.
Calor de julio en tus paseos, sentimiento helado en mi caminar y frío en el estómago detonado por la hiel de un suspiro en quiebra.
Morada de recuerdos en tu mirada; cuando ya no quede nadie permanecerás tú, impasible y vivo, pues nada supera la fuerza de tus raíces sobre el asfalto.
Vences, Retiro, y yo he de volver sobre mis pasos para hacer la reverencia de rigor antes de cobijarme en tu refugio de umbría y mosquitos.
Silencio tras las puertas, y en mi mirada, oscuridad.
Te llevaré donde el cielo es de seda... Desplegaré tus alas cómo velas de velero sobre las nubes de espuma y sal. Te llevaré si quieres volar a cielo abierto.
Te acompañaré donde mueren las olas y en los barcos cantan marineros. Te dejaré allá donde la noche se enciende con lámparas de aceite negro. Te acompañaré si acaso la luz de la mañana te invita a olvidar el sueño borrado del firmamento de tu mente.
Te lloraré en silencio, mientras pueda guardar tu ausencia. Y te dejaré sobre un lecho protegido por lanzas cuando tú duermas sin recelo nuestros recuerdos.
Hay un río de diecisiete puentes, o dieciséis, o veinte, pequeño río de cristal y arena donde bucean carpas y nadan patos, y pasean caminantes y pedalean ciclistas, al mismo tiempo y sin criterio ni concierto.
Hay un nido entre los pinos y las piñas, pájaros al vuelo y sobre las ramas, niños andando y empujados en carritos, y ancianos anclados a la sombra de los árboles o sentados en los bancos de piedra.
Mi alma mojada y rota sobre el río, mis pies secos sobre la piedra de granito gris. El frío de la piel traspasa el corazón cuando los hombros se dejan al descubierto.
Nos calamos los dos; nos calamos hasta el fondo, en seguida. Nos empapamos hasta los huesos. Tú calaste mi fondo de ojos, el corazón, el hígado y un pedazo de alma. Yo calé tu ventrículo izquierdo y el riego de tu brazo derecho, y después calé tu cabeza loca aturdida. Nos empapamos sin más, sin querer, sin pensar que la lluvia desgasta la piel y lava el espíritu.
No puedo escribir de ti pensando en otro corazón.
No puedo recordar si aquel día era gris,
o era el río plata gris,
o era gris el efecto de mi cámara en blanco y negro;
si había color o no había,
si gris era mi mirada o era parda, como de costumbre.
Nos calamos tú y yo, como en una tormenta de verano, de tarde y noche, de cielo de nubes y espejos de agua. Yo te calé a ti y entendí tus palabras, tus tragos traspuestos de sentido; tú me calaste mojando con los dedos, con el tacto remilgado de unos dedos atemorizados por las durezas del desarraigo y el sinsentido herido.
Nos calamos y nos quedamos mojados. Se nos desangró el corazón y se nos rellenó de agua, empapado de agua y seco de olvido. Yo me sequé de mirar al delirio. Tú te secaste de razón encubierta de sentido y destapada de respeto.
Se hace de noche sobre el Río.
Crece el frío, los dedos entumecidos.
No puedo escribir de ti con el corazón dormido,
rodeado de frío y seco;
no puedo escapar al olvido.
Se hace de noche sobre el Río y no hay espejos de agua ni murallas donde proteger tu sueño. Camino.
Marzo. Mi pruno está en flor y seco. Seco del verano y la desolación. Del sol de inverno secas las ramas. De las nubes llovió sol sobre las hojas muertas. Dorada y púrpura su copa ancha, blanca como nieve su capa blanca. Mi pruno está seco y viejo, sus ramas en flor entre hojas secas, sus raíces hundidas en la tierra, alimentada la savia por la Luna azul de la primavera nueva.
Abril. La lluvia aguarda, y entre tanto, mi pruno se seca y el cielo enreda.
Sevilla se queda lejana y sola, como Córdoba, desde las lomas encendidas de sol de Carmona; lejana como mi cielo negro, de cabellos negros; estrellas doradas en piel de azabache y caminar pausado en el transcurrir infinito de la noche.
El río se queda en silencio partido por los cuatro costados de la mañana. El mar parado. La Luna nueva. El suelo helado de hielo blanco en las calles del Madrid de enero, sin apenas nubes ni aviones sobrevolando.
¡Qué hay de mi cielo negro, los cabellos mojados! Las palabras se las lleva tiempo y el amor lo quiebran mil gallos quiriquiqueando en un amanecer nublado.
No hay gato ni Santo que levante un pedestal del suelo cuando está amarrado con las raíces de la autojustificación.