Impresiones
Quien tuviera dos o tres vidas, para repartir:
Una para llevar la cuenta de los días, calendario en la mochila y collar al cuello desgranando perlas comedidas.
Otra para lanzarse al cielo sin el control del tiempo, despilfarro de momentos y de noches.
Y de repuesto la tercera, para vivir en el descanso de las dos primeras, mitad y mitad, ahora recatada y obediente, ahora ensoñando libertad.
Déjame la vida segunda, te regalo las demás.
Miro al cielo con el miedo de no encontrar mi camino, Camino de Santiago, en la noche negra de septiembre.
¿Dónde está? ¿Aún no ha llegado? -pregunto al aire sin encontrar consuelo en la mirada desorientada. La luz ilumina, la noche atrapa. Luna oscura, esta noche el destino no está escrito.
Amanece un otoño que camufla de hojas doradas el camino. Quizás haya un espejo en el suelo reflejando la estela de Santiago. Ojo inútil, cristalino hueco. ¿Dónde está mi cielo? ¿Quién me lo habrá robado?
En la dicha agónica danzan los arcanos. Que perdí el sendero de no usarlo. Que no sé ya ni cómo ni cuándo salir a su encuentro. Luna, ¡dame unas tijeras para que pueda recuperarlo! Que mi cielo se ha cubierto, como los senderos viejos que de maleza se enredan para permanecer cerrados.
El camino ausente, el andar cortado. Cada noche las estrellas acuden para unirse al duelo en mi regazo. De año en año se pierden los sentidos. ¿Quién me estará esperando?
Casi como piel contra piel. El suave calor de la respiración junto a mis mejillas. Como un susurro siseante al oído. Paladear la madera húmeda de un perfume.
Tener la certeza inexpresable de que durante unos segundos mi recuerdo se ha mecido en tu recuerdo. Y desde donde estás, tan lejos o tan cerca, el secuestro de mis sentidos, errantes a tu merced. Pobre sentir mío liberado del yugo de mi designio.
Sin saber por qué, el alma se me revuelca y vibra, llenando el pecho de las diminutas estrellas brillantes de la noche anterior, atrapadas por la mirada y ahora liberadas en la oscuridad de mi seno.
La distancia no es cosa de caminos, sino del hilillo que corre raudo de allá a aquí, tan rápido que nada atrapa ni detiene, casi eléctrico, sin mediar el tiempo, en un instante.
En mitad del júbilo el alma queda silenciosa de pronto, y se encoge ya menos radiante, y apaga alguna luz de alguna estrella un viento no tan frío como amargo. La misma certeza, apoyada en las marcas que se crean con el transcurrir de un tic-tac, de que el hilo es de un solo sentido, y no está a mis pies la salida.
Cae como por barranco de piedras y espinos el duro revés de la cruz de la cara. Cara cuando asomas a mi alma y entras como quien a su casa llega, con paso firme y sin esperar a ser invitado. Cruz cuando se ahoga en un océano de súplica el grito que clama a nadie.
Aún el cuerpo, con los sentidos prisioneros, sujeto con lazos de seda y dicha, espera desarmado y vencido que lo abandones, la puerta abierta, los cerrojos rotos, y detengas el dulce mecer de mi recuerdo en tu recuerdo.
Finales de verano hay algunos que, en la noche, la Vía Láctea se ve peor, acaso se mira más pronto. En las estrellas fugaces se reconoce el agosto tardío. En las pupilas redondas, duras como canicas, la prisa por llegar a Santiago con el camino andado y los pies sanos, requiebro esquivo del dolor de sacrificio envuelto en seda y días plácidos.
Cabeza sobre los hombros, el alma en los pies, zapatos de espinas. A cada paso el alma grita. Aquí arriba nada oigo. O nada quiero escuchar. O es el silencio que guardo, gordo y rechoncho de tanto tragar sonidos, el que me roba sus quejidos para que yo pueda seguir caminando.
La mente se ahoga cuando no hay formas que den vida a las sensaciones, como la voz muere en la garganta cuando no se encuentra qué decir. Debe ser terrible no poder expresarse sin recurrir a las palabras.
El lenguaje, que da forma a las ideas y potencia la capacidad de expresión, también sesga las impresiones, obligadas a pasar en la mente por un filtro de símbolos aprendidos.
Más allá de la comunicacion con otros, en el diálogo con uno mismo, el lenguaje es una traba y no un facilitador de la expresión.
Cada uno tiene su propia torre de Babel y la clave para llegar a lo más alto o destruir su entendimiento desde el interior.
El Palacio de cristal de El Retiro es una gran ventana enrejada retorcida en forma de edificio, que se puede rodear, como los platos de porcelana antiguos, buscando el leve salto entre el inicio y el fin del dibujo en el borde. El Palacio sólo tiene dos bisagras y una larga cadena de ventanas imposibles de abrir.
Me pregunto cuál sera la impresión al descubrirlo por primera vez entre los árboles, yo que ya no puedo saber, porque que parece que lo he conocido desde siempre.
Algunas impresiones se empujan las unas a las otras para ocupar el único lugar del recuerdo de una forma, y casi siempre pierde las más veterana, que se ve obligada a retirarse a un rincón, del cual quizás nunca sea rescatada.
No es fácil distinguir el aire nuevo del que ya has respirado alguna vez.
El mundo atrapa entre atmósfera y tierra, y a mucho que corras no hay huida, pues lo más lejos que puedes llegar es justo antes del punto de partida, para empujar la primera vez y volver al mismo recorrido.
Somos como ratones corriendo en una rueda grande, ilusión de libertad por creer poder ir más allá de donde alcanza la vista.
Y la vida se escurre con el sudor que gotea en el esfuerzo, pero no se evapora más despacio en la inmovilidad, que la quietud malgasta el espíritu como un miembro anquilosado.
Las cosas vacías son las que llenan tiempo y no llenan vida, que más que de aire se hinchan de inspirar una irónica mirada cargada de la ilusión inerte negada a descomponerse.
Aún en la lejanía, se adivina la silueta de las figuras desprendidas del espejismo, materia frente a vacío, y tan fácil distinguir uno de otra que resulta trajicómico pensar en el error no forzado de una estrategia de juego torcida adrede.
Las raíces se abrazan a la tierra porque nacen con la certeza de que, tarde o temprano, alguien tratará de arrancarlas del suelo.
Lo más cercano al mar que hay en Madrid es el lago de El Retiro, un día de viento, al atardecer, con el reflejo de miles de diminutas olas tintineando en blanco y gris marengo sobre la sábana plateada.
Si no fuera porque le falta el olor a sal de la brisa fresca, golpe en la cara y mejillas haciendo frente, diríase un pedazo de bahía encorsetada, y podría imaginar una salida a mar abierto detrás de los leones que plantan cara al sol.
Hasta con sus boyas se quiere asemejar, las barcas amarradas al fondo.
Pienso en aquella vez en que perdí interés por El Retiro, y lo di por conocido, valiente atrevimiento.
Los rincones que hoy descubro parecían estar ocultos tras los setos. Lo que no se ve no existe. Nada mas allá del paseo en infinito zig zag, rodeando el lago por huir de la aglomeración, que aquí se viene a contemplar de todo menos gente. Árboles vistos, bancos iguales, entorno reconocido y nada sorprendente.
Y lo que una vez se dibujaba en largos pasillos inquietantes de sombras como de cuadro más que de fotografía, a los ojos sonrisa y al alma alimento, se volvía una repetitiva vista de rutina. La rutina no impresiona.
Afortunadamente, los caminos se desvían. Para descubrir no basta con mirar hacia otros lados: hay que caminar.
La inmovilidad detiene, valga la sinonimia.
Algún día tiene que haber en el que ya no puedes buscar más, y lo que encontraste es lo que tienes, y lo que tienes eres.
Ese día te hiciste viejo, sin ninguna relación temporal, y la mirada quieta, los músculos flácidos, los pies pegados al suelo acompañan a la serenidad de mente, bien por acallada la voz interior, bien por satisfecha la inquietud, segura de llevar en la maleta equipaje suficiente.
Hoy he vuelto a bajar por aquel camino lleno de coches y de ruido que nunca oigo, Castellana larga, o Prado, a quien importa un nombre distinto en la misma calle.
Pongo cuidado en el andar, como si al volver a pisar las mismas baldosas pudiera ir recogiendo mis huellas en la acera. Aun las puedo ver clavadas en el suelo de tantas y tantas veces que pasé por aquí camino a casa.
Y de repente, mientras me pregunto qué hago aquí y por qué siempre escojo el peor camino -de este lado acera estrecha, de aquél museo, árboles y espacio abierto- le encuentro todo el sentido y borro el azar y le doy a las cosas que llaman en silencio su justo valor.
Que cómo sino recuperando un camino perdido iba a descubrir entre los coches, que en esta ocasión hacen mas ruido, entre la gente, que parece haberse multiplicado por dos, cómo iba a descubrir en la distancia de Alfonso XII, donde debía haberme desviado al salir de El Retiro, que hay un nuevo refugio de días nublados, recién estrenado Caixa Forum, a los pies de la calle Almadén.
Pero los coches realmente hoy son molestos y la gente incomoda en el andar, y tan tranquila AlfonsoXII no tiene precio... Creo que, recuperadas mis pisadas abandonadas, cambiaré la ruta. De vez en cuando conviene dejar un camino y adentrarse en otro.
Es curioso cómo los lazos rotos a su vez deslizan las vendas del aire preso, aunque en el proceso se monta un desaguisado de tajo sangrante y trizas de tela, y hasta agradeces que alguien saque la tijera y corte, el filo iluminado. Grita más fuerte la sonrisa, mientras el alma se rebela, por una vez desatada del hilo que la conecta con la comisura de los labios. Algo se rompió. En esta ocasión, el espejo devuelve mi imagen completa.
Nada iguala la sensación de ser libre, y aún así me pregunto el por qué de la felicidad entre la lluvia. Nubes grises, pesadas, tan opacas y a la vez transparentes e incapaces de frenar el viaje hacia adelante.
Las desconexiones conectadas descubren los telones de seda y plomo.
El pie de la cuesta de Claudio Moyano ofrece un asiento de piedra, húmeda, fría, descanso al final del paseo para el caminante que de El Retiro sacó impresiones, mitad alimento para los sentidos, mitad reflexión en el discurrir de vidas en segundos.
El cielo en invierno. Alguien lo pintó con pinceladas largas y rápidas. Atardecer con la luz rosada, mitad malva, mitad azul moráceo, y los árboles de nuevo luciendo esqueleto. La bruma dividiendo en planos las hileras de árboles, y el conjunto de fondo aparece como los decorados de teatro de paneles superpuestos.
Tan fuerte impacto en la mirada, que el cuerpo exige detenerse a recuperar fuerzas, intermedio previo a la lucha contra la luz cegadora de coches y neones en Atocha. Tan largo el redoble de reflexiones a cada paso, que la tamborrada, aún suave, hizo mella en la piel de cordero. Y la carne lesa pide descanso recatado sobre la piedra, por no dejarse caer en mitad de la nada.
Desde aquí miras, desde lo alto, en la posición que, sin ser púlpito ni pretender supremacía, da una visión como de ver por encima del mundanal ruido, como de nexo entre dos mundos; allí la espalda, que debe tener tatuada un cuadro de paisaje tierra y gris; allá la cara, reflejando farolas y luces de freno.
En el asiento se rehace el cuerpo y, como de serpiente, una nueva piel. Con la misma materia, a cada paso el aire se absorbe y, tras la digestión, asimilado en los poros, toma forma más adentro. Nuevo cuerpo, distinto, sin dejar de ser.
Un día más esperaré en lo alto y el frío me hará volver sobre los pasos.
Tan injusto el mundo cuando despierta regalando albores, y aquí es noche.
Sin guarda de luz, el día se hace al paso de semana santa. 'Tan', 'tan', tambor, mitad pasión mitad reloj sin perdón del tiempo.
Y tan inmenso el cielo, tan azul, perezosa fábrica de sueños y de nubes, que mirando en derredor se pierde la vista sin descanso.
Quitaron los árboles su capa y, ya desnudos, se regalan a la lluvia y al agua que resbala entre sus alambres de hojas desprendidos, que no de raíces, nutrida savia redimida.
Brillan los cristales al sol cortando el aire con su reflejo.
Te mando unos cielos. Cuídamelos, no se marchiten al cambiar de aires.
Ahí van cielos de La Mancha, de todos los colores, de todas las texturas y formas. Aquellos de color malva después de lluvia en la tarde, esponjosos y sombríos, coronados de algodón. Aquellos rosados que roban su matiz a las montañas de perfil redondeado al caer el día. Aquellos claros que parecen una cúpula de añil, de azul a azul, interminable. Aquellos que confunden cielo y tierra en la bruma de nubes bajas. Y los de estelas suaves y etéreas como niebla clavada en lo alto. Y los de nubes aisladas que acumulan materia y parece que fueran a caer de tan pesadas. Y los de fuego, que tiñen de sangre y sol cualquiera de los otros cielos.
Te envío una pequeña muestra, lo que conseguí agarrar entre mis manos. Que las nubes son escurridizas, y del cielo de fondo, decorado pintado, sin esquina de donde agarrar; del cielo, te digo, tan lejano, sólo alcancé a desteñirlo en mis dedos, y sólo de mis dedos, donde queda manchado, te lo puedo enseñar para que descubras su tacto.
Aquí queda la tierra, que va pegada al cielo, que el cielo de La Mancha no es nada sin su paisaje. La mayor cantidad de cielo que puedas imaginar. A donde dirijas la vista hay cielo sin obstáculos, recortado sólo por montes bajos tan lejanos que parecen dunas, por diminutos árboles que en invierno dejan pasar el cielo por sus ramas desnudas, por casitas solitarias, en mitad de este campo tan plano como el fondo del cielo.
Otro día te hablaré de las casitas, recuérdame que te lo cuente, junto con las estrellas, no se me escape ahora el cielo por abarcar demasiado.